Era necesario un Jueves Santo como este, uno de esos días que relucen más que el sol, uno de esos con todas sus hermandades en la calle, con su luz y su poquito de frío…

 

Las calles estaban llenas, quizás algo más que eso, y sin ser como el ínclito Antonio Burgos, el cual gusta de enviar a los foráneos que le preguntan alguna dirección allá por la Cartuja, habría jurado que en algunos momentos podía ser la única sevillana de una bulla.

De hecho, es un tema que me preocupa, ya que realmente vi algunos colapsos en el Salvador o la Alfalfa que serían materia de regulación por parte de la policía, ya que era imposible pasar por ningún sitio entre sillitas, carritos y apalancados varios. Tanto que preocupaba la seguridad de la Carrera Oficial, de meternos miedo con lo de que La Campana era una ratonera, y ahora resulta que nada puede regularse en lugares con excesivo aforo y nulas vías de tránsito. La gente que anulaba por su linda cara los pasos a Mateos Gago voy a dejarlas por centrarme en temas más agradables.

Yo no recordaba ya lo que es ser niño y lo que es desconocer cosas cofrades. No es que lo sepa todo, líbreme el cielo, pero al recibir a parte de mi familia santanderina he recuperado la inocencia que algún día debí poseer. Al decirle al que según la genealogía es mi sobrino segundo que la hermandad de Los Negritos se llama así por sus fundadores negros, le siguieron preguntas como: ¿Y la de Santa Catalina la fundaron exaltados o caballos? Y mejor fue aquello que se le ocurrió al mirar más el programa de mano: ¿El cachorro lleva un perrito? Yo, con mi mantilla que ya comienza a atesorar maravillosos Jueves le hablé de modelos gitanos, del manto de la Virgen de Los Ángeles, de cómo los caballos alzaban la cruz, de la Virgen de una reina que no reinó, de una Espina Santa y una marcha que emocionó a un compositor de esos que salen en los libros de Música.

Pero quizás el momento más bonito me lo dio mi otro sobrino segundo, que solo tiene 22 meses. Un amigo me explicó hace unos días la emoción pura, desconocida e inocente de su hijo en Semana Santa, y a través de ese niño rubio y cántabro pude comprenderlo.  En un momento para mí tan especial como es el paso de Los Negritos por San Esteban, él vivió una emoción que te llevaba de la risa al escape de alguna lágrima. Miraba los pasos con la boca abierta, nos señalaba el palio de los Desamparados como si no fuera normal que no nos emocionáramos como él al ver aquello. Aplaudía cuando terminábamos de rezar el padre nuestro, contento por hacer algo a coro como si se tratara de cualquier juego infantil… Creo que la boca se le quedó más abierta que nunca cuando casi entra el palio de Los Ángeles por la ojiva, su emoción era desbordante, él apenas habla, no reza, no sabe que es una dolorosa, ni siquiera vive aquí, pero en sus reacciones podían entenderse todas esas verdades que tanto se esfuerzan algunos en explicar y que no llegan a veces ni a esbozar.

¿Por qué aquí no se aplaude cuándo acaba una saeta? Ya no llevaba mantilla y en la Avenida había concluido una saeta a la Virgen de La Merced de Pasión, magnífica con su al fin estrenado acompañamiento musical. Inspiré, otra respuesta, tenía que explicar porqué es deseable respetar ese rezo lamentado en forma de canto, esa sensación, si la cosa fue buena, que te queda al contener la emoción tras la saeta…

Técnica Superior en Integración Social, Graduada en Trabajo Social, Especialista Universitaria en Mediación, Máster Oficial en Género e Igualdad. Actualmente Doctoranda en CC. Sociales; investigadora...