El flamenco es un estilo de vida. Es tan nuestro como esta tierra, como nuestras raíces, es un trocito de nuestra alma y del alma de quién quiere acercarse a él, conocerlo y hacerlo suyo.

Moe de Triana. El pasado martes el mundo se despertó más flamenco que nunca. Los compases de palmas y zapateos sonaron al unísono en todas las academias y escuelas de flamenco más allá de nuestras fronteras en señal de celebración, mientras todos los que miraban guardaban silencio ante tal demostración de soniquete y arte.

De las gargantas brotaron quejíos de los que erizaban la piel, soleares, siguiriyas, alegrías, bulerías, martinetes, tangos. Todo era poco para festejar que el flamenco era reconocido por la UNESCO como Patrimonio de la Humanidad dando un elegantísimo paso al frente en lo que a su expansión por los cinco continentes se refiere.

Tal acontecimiento merece un brindis; un brindis por quienes lo hicieron grande y por quienes hoy lo mantienen en la cumbre; un brindis por aquellos que día a día se esfuerzan en llevarlo a escena por tablaos y tabernas y por esas personas que sacan tiempo de dónde no lo hay para tenerlo como afición practicando cada día alguna de sus disciplinas.

Hablamos de algo gigante, de un don que unió a ricos y pobres, a payos y gitanos, que sacó la música que encerraban almireces, alpargatas y mostraores de madera y que ha sabido fusionarse con todos los estilos musicales, demostrando que todo lo puede y que a lo largo de los años que le quedan por vivir seguirá evolucionando y brotando sin cesar de las gargantas de los que en un futuro tomarán la herencia del soniquete.

Como flamenco me llena de orgullo que un arte tan puro y tan ancestral haya sido por fín reconocido y denominado Patrimonio de la Humanidad, aunque en eso poco han tenido que ver la UNESCO y los políticos con ganas de notoriedad, como bien decíamos al principio. Desde siempre el flamenco ha sido patrimonio de todos, habitando en ese rinconcito del alma de quién ha querido acercarse a él, conocerlo y hacerlo suyo.