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Recuerdo, con la nostalgia con la que ya pensamos a estas alturas de la suma de décadas esa mañana en que la señorita María, nos dijo que en la hora del recreo, la biblioteca iba a estar abierta, por si queríamos ir.

Supongo que una mezcla de curiosidad y obediencia de niña de colegio de monjas me llevó allí. La verdad es que, aunque conceptualmente era una biblioteca, el término era generoso. Una habitación no muy grande, más pequeña que cualquiera de nuestras aulas; eso sí, repleta de estanterías, sin apenas una pared libre, y con mesas unidas para generar un espacio de trabajo.

Curioseé entre los libros de Barco de Vapor recomendados para mi edad y elegí, no sé bien en base a que criterio, uno que saqué para una semana después de que una niña mayor (tendría 12 o 13 años y eso me parecía impresionante) me rellenara mi primera ficha de registro.

Leí ese libro azul como mi babi en el recreo, y admito que no me gustó especialmente. Intenté darle coba esa semana, y transcurrida esta, sin mucho remordimiento, lo devolví.

La cosa es que tampoco mi fracaso como lectora me traumatizó. Seguí sacando libros todas las semanas, pequeños volúmenes de la misma colección, que además de conjuntar, cabían en los bolsillos de esa bata esclava que nos obligaban a llevar, abrochada para más inri. 

Al final, sabrá el Beato Guido como, llegué a una autora austriaca; Christine Nostlinger. A día de hoy, sigo sin saber como se pronuncia ese apellido que yo reproducía literalmente como leía.

Era una autora ingeniosa, con una mente absolutamente consonante con la infancia, que había escrito, entre otras cosas, una famosa colección basada en una niña llamada Susi.  Mediante cartas y diarios personales, la autora consiguió engancharme y venir  conmigo, pues sus libros crecían, pasando a la colección naranja o roja, según recuerdo. 

La biblioteca había conseguido su objetivo. Saqué todos los libros de ella que tenían, los resacaba para releer, y cuando se acabaron, pedí en mis cartas de Reyes alguno más que se me hubiera escapado.

Llenaba mis recreos con esas historias, con alguna concesión a las reclamaciones de juego de mis compañeras, que tal vez empezaban a darse cuenta de que era una niña algo rara.

De hecho, deseaba algún motivo como la lluvia o un castigo colectivo para poder quedarnos en el aula y poder leer sin padecer el frío del banco de piedra en que me acomodaba, pues la biblioteca durante los recreos sólo permitía sacar libros, además de que tenía un trasiego que me habría impedido disfrutar de mis lecturas.

Por supuesto, saqué algunos libros más de otras autorías, incluso algunas historias ilustradas de Barbie, porque los libros también son eso, pero los de la austriaca además de ser mis favoritos, fueron mi descubrimiento y mi compañía vital durante muchos años.

Hoy, desconozco si queda algo de eso. Si van de San Juan de la Palma al Palacio de Dueñas, pasando la puerta pequeña del convento del Espíritu Santo, en la segunda ventana, se encontrarán al otro lado de la historia que relato.  No sé si seguirán allí las estanterías, las mesas y los libros de Nostlinger.

Probablemente, durante este lunes, me llegue el último pedido realizado en Amazon, y lamento con pesadumbre decir que no es un libro.

Sin embargo, como pudieron leer aquí en la noticia y la Rueda de mi compañero Francis, es esa misma multinacional la que ha montado una biblioteca al aire libre, quizás posmodernizando esa idea de Aníbal González que nuestro incivismo ha sido incapaz de mantener a flote; la de leer en ese gran salón al aire libre.

Y también es esta empresa, la que quiere llenar bibliotecas de colegios, probablemente para que alguna mañana, con curiosidad o expectación se acerque alguna niña o niño y entonces, a saber donde le llevan los libros.

Técnica Superior en Integración Social, Graduada en Trabajo Social, Especialista Universitaria en Mediación, Máster Oficial en Género e Igualdad. Actualmente Doctoranda en CC. Sociales; investigadora...