El escritor portugués José Saramago conjeturaba en su novela ‘Ensayo sobre la lucidez’ con la inaudita posibilidad de unos resultados electorales teñidos de blanco en los que la ciudadanía decidiera de forma unánime retirar su apoyo a los partidos políticos ejerciendo su derecho democrático al voto. La reacción del poder no se haría esperar; sólo podría tratarse de una estrategia terrorista dispuesta a atentar contra los cimientos mismos del estado, por ello resultaba imprescindible decretar el estado de sitio y hostigar a los sospechosos (que eran la población en su conjunto). Todo antes de ejercer una sana autocrítica y reconocer los errores de su gestión.

Imaginemos por un momento cómo reaccionarían nuestros políticos ante ese escenario. Probablemente, todos continuarían dándose por ganadores, a pesar de cosechar apenas un puñado de votos (así se expresan con una participación paupérrima del 60%). O quizás culparían a los ‘antisistema’ de tan extraño fenómeno y no dudarían en represaliar a todo ser viviente, aunque planteen una resistencia pasiva. Lo cierto es que una acción colectiva de esta magnitud se antoja como la única salida al estado de muerte programada que está padeciendo la sociedad española entre recortes, conflictos diplomáticos, accidentes reales y una patente pérdida de credibilidad en la política y en el futuro de un país que parece dirigirse sin remisión al acantilado de los estados fallidos.

En ocasiones merece la pena pararse a reflexionar por un instante y recopilar todos los datos recibidos durante semanas de actualidad incesante. De hecho, es sumamente complejo recordar todos los ‘ajustes’ que ya ha llevado a cabo el gobierno de Mariano Rajoy pues, aún cuando debatimos y criticamos una medida, ya han lanzado otro órdago que se solapa con el anterior contribuyendo a crear una amalgama de medidas sin distinción enmarcadas en ese gigantesco desmantelamiento del estado de bienestar que durante apenas unos años gozamos los españoles.

Los servicios públicos parecen ser, en esta coyuntura, las víctimas perfectas del déficit voraz que nos asola; sanidad, educación, medios de comunicación, innovación, turismo, etc. han sido ya sujetos de tantos recortes que es difícil dar cuenta de todos. Al fin, es preciso que prescindir de todo aquello que nos es productivo, como la Universidad; ¿para qué crear conocimiento cuando se puede crear dinero de la nada a través de especulaciones financieras y estrategias comerciales? El desarrollo de la nación, parece ser, no es impulsado por el capital humano con formación sino por la codicia desmedida de los mercados que determinan caprichosamente el bienestar de los países.

Qué futuro puede tener España cuando ya ni siquiera existe esperanza en él, cuando miles de ciudadanos emigran cada año para dar forma a sus ilusiones que nos crearon, cuando una clase política inepta y autoconsciente de su ineptitud se cree protagonista de una misión mesiánica contra un déficit inventado que además es vendida a la población como cosa de todos.

Yo, personalmente, voto en blanco, no voy a realizar ni el más mínimo esfuerzo por ‘sacar adelante este país’, no voy a participar en una estafa histórica utilizada como premisa para retroceder en el tiempo y en nuestra propia condición humana. Yo no voy a regresar a las cavernas. Que no cuenten conmigo. No creo ni en los mercados, ni en el déficit, ni en ‘Merkozy’, ni en los medios de comunicación, ni en los recortes, ni esta podredumbre moral en la que estamos instalados. Desde hoy, me declaro oficialmente ‘antisistema’, revolucionario, anticapitalista, guerrillero, indignado o cuantos apelativos me quieran atribuir. Lo que bajo ningún concepto voy a ser más es un ciudadano aterrorizado sin derechos ni esperanza ni futuro.

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