La Ciudad de México ofrece, por su extensión y densidad, cuantiosos retos al avispado viajero que, obviando las sempiternas recomendaciones acerca de la extrema inseguridad que campa en la ciudad (y que paulatinamente se va difuminando en su conciencia), decida internarse en el intrincado avispero de calles y largas avenidas que conforma una urbe caótica y excitante para todos los sentidos.

Los modos de explorar los encantos de la capital, ocultos en gran parte por la densa capa de contaminación que con carácter persistente se aloja en un cielo no obstante azul, son tan variopintos como el extenso, y en ocasiones desconcertante, sistema de transportes que conecta milagrosamente los distantes puntos del entramado urbano; desde los derrengados microbuses que como por un insólito designio divino continúan en servicio para la incomodidad de los viajeros de cierta estatura; hasta la ingente flota (registrados en torno a 150.000) de taxis grana y oro; pasando por tranvías, trenes eléctricos o metrobuses.

Lo más práctico, sin duda, es el eficaz servicio de metro, que en poco tiempo y entretenido por una sucesión sin fin de vendedores ofreciendo todo tipo de artículos extravagantes (desde cortaúñas a Viks ‘Vaporrub’), te traslada a través del oscuro túnel del tiempo al centro mismo del vórtice, donde una diáfana plaza (llamada zócalo por la indefinición de su proyecto original) se abre al cielo flanqueada por la majestuosa catedral de la ciudad y el Palacio Nacional, sede gubernamental y, aún más interesante, espacio en el que admirar algunos de los más bellos y transgresores murales del pintor local Diego Ribera; y coronada por una gigantesca bandera tricolor con el emblema del águila sujetando a la mítica serpiente emplumada, dios supremo de la cultura prehispánica.

El Zócalo ofrece una perspectiva bastante fiel del ritmo frenético al que se ve abocado la ciudad. El griterío de los vendedores de calles adyacentes se mezcla con el ruido del tráfico y el fluir apresurado (aunque los mexicanos no se caractericen por ello) de los transeúntes y turistas que comparten una vasta zona en la que resulta sumamente complejo permanecer impasible a los constantes estímulos que desde uno y otro lado abordan a tus sentidos.

En el centro histórico de la ciudad, pocos son los rincones que no ofrecen una excusa idónea para justificar un paseo por sus calles y, de este modo, descubrir los incontables museos que albergan sus antiguos edificios coloniales, internarse en las polvorientas grutas literarias de las librerías de viejo de la calle Donceles, o deleitarse con la comida que por doquier atrae sumisamente con su aroma al viandante.

A partir de este punto, el centro del vórtice, un extenso entramado de grandes avenidas se bifurca hacia horizontes más lejanos, para así pasar una agradable tarde en la plaza Garibaldi, donde decenas de mariachis con sus trajes charros se congregan en busca de alguien que los contrate; o en la Alameda Central, único espacio verde de la zona cobijado para la excepcional estampa del Palacio de Bellas Artes. En el caso de que se prefieran las alturas, resulta conveniente ascender los 45 pisos de la Torre Latinoamericana, el que fuese el rascacielos más alto de América Latina en el siglo pasado, para así obtener una visión mucho más amplia de lo auténticamente abrumador que es el infinito skyline de la Ciudad de México.

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