La organización social capitalista posee en sí misma una curiosa dinámica excluyente con todos aquellos ‘elementos’ que no comulguen con algunas de sus reconocidas bondades. Al fin y al cabo, ¿quién no desea consumir hasta que la mente sea una extensión neuronal del mundo publicitario que nos rodea?, ¿a quién no le gustaría experimentar esa incertidumbre ante la precariedad laboral de un mercado sujeto a crisis cíclicas?, ¿quién no disfruta sintiéndose engañado por especuladores, banqueros, políticos, empresarios y sindicalistas de nuevo cuño que te roban el futuro y hasta la esperanza? Sin duda, los antisistema.

A pesar de lo abstracto del concepto, pues para conocer su contrario en primer lugar sería pertinente descifrar los límites del propio sistema, es paradójico hacer notar la caricaturización a la que se ha sometido a esta figura-modelo en el imaginario colectivo de la sociedad occidental. Pocos ciudadanos hallarían dificultades en esbozar al ‘antisistema’ como un ente cercano al ‘hippie’ pero con ciertas inclinaciones violentas y una perspectiva errónea y simplificada de la vida. Un simple agitador sin mayores metas en sus actos que el puro goce por provocar y atentar contra la armonía de la comunidad.

Ante esta profusión desmedida de estereotipos cincelados durante décadas por el brazo ejecutivo del Sistema, es decir, la prensa; no nos resulta extraño corroborar la imputación automática de estos elementos discordes ante cualquier tipo de protesta más o menos legitimada democráticamente pero con un trasfondo ideológico inadmisible para el consenso estipulado por la sociedad (o por sus corifeos más aventajados).

Las manifestaciones celebradas en la mayor parte de las capitales de provincias españolas (salvo excepciones como la de Toledo, donde fue prohibida por una clase política temerosa y autoritaria) el pasado domingo contra una casta de políticos serviles ante las demandas de banqueros y hombres de negocios corruptos (el evento ha coincidido con el escándalo sexual del presidente del FMI y virtual candidato a la presidencia francesa), han dotado de una nueva oportunidad al poder de inculpar cínicamente a los antisistema de sembrar la discrepancia en un país donde, al parecer, la transición, además de cerrar viejas heridas, liquidó la capacidad de disentir de sus ciudadanos.

El miedo ya recorre los pasillos de las grandes corporaciones trasnacionales, de parlamentos y sedes de partidos políticos, de ese oscuro corredor donde se cobija el dios todopoderoso del sistema, quien rige con autocrática soberbia los designios de sus vasallos. Miles de españoles sin banderas políticas gritaron al unísono que estaban hastiados de mentiras, de medidas que raptan sus derechos conquistados en siglos pretéritos, que ya no confían ni en políticos ni en sindicatos, que “ya no hay pan para tanto chorizo”.

Desde la sociedad civil se reclama un cambio, un giro radical e inmediato hacia una democracia real donde todos tengan la potestad de participar más allá de un voto dirigido cada cuatro años. Se ha tomado consciencia de la realidad en la que estamos insertos y ya sólo es necesario extender sus postulados al resto del cuerpo social, aún anquilosado en el conformismo larvado durante décadas de consumismo y mediocridad.

Cuando existan más detractores del Sistema que paladines del mismo, la coartada de acusar de violentos a aquellos que no acepten los designios de esa obscura estructura piramidal de poder se verá deslegitimada por la evidencia. Entonces, serán ellos; los especuladores, los banqueros, los políticos sin escrúpulos, los explotadores, los sindicalistas, los periodistas serviles; los auténticos antisistema, esos elementos extraños en una organización verdaderamente democrática, libre e independiente.

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