“Amor líquido. Acerca de la fragilidad de los vínculos humanos”. (Zygmunt Bauman, 2005). El viernes pasado tocaba olvidar amores contrariados y, en lugar de esperar la tan ansiada llamada, que una cree que llegará si se concentra y recurre a fórmulas mágicas como “3…2…1…¡Ahora!”, esperé simplemente encontrar un buen descuento en una chaqueta entallada al máximo que fuera blanca y con coderas.

Aida Vílchez. No podía hacer otra cosa, lo había probado casi todo (la nostalgia de Leonard Cohen, unas cuantas posturas de yoga o la difícil lectura de Kant entre dos napolitanas de chocolate), y cuando mi mejor amiga, Sara, vino a rescatarme de mi exilio (una vez más) lo supimos en seguida: necesitaba un remedio eficaz e inmediato con el que meterme de lleno en la cruzada por la reconquista de mi propio centro… comercial, claro. 

Una vez dentro, el itinerario que conocíamos de memoria: los mismos chistes, las fotos en los probadores con los vestidos deslumbrantes que nunca nos pondríamos, la seriedad con que profundizábamos en la elección de la bolsa de palomitas clásicas o de colores, y así, poco a poco, fui cambiando su boca por un pañuelo estampado en tonos cálidos, su olor por una blusa años veinte, sus manos por un par de calcetines de oferta… A la vuelta empezaba a molestarme el peso de las bolsas que cargué con una ilusión más bien desorbitada, mientras me preguntaba si realmente la blusa era de mi talla y, más grave aún, si sería capaz de estrenarla algún día.

Al llegar a casa dejé la compra sobre la mesa con cierta preocupación, y me acordé, no por casualidad, del librito aquel del sociólogo polaco Zygmunt Bauman: “Amor líquido. Acerca de la fragilidad de los vínculos humanos”. Más tarde comprendí que mi repentina desgana formaba parte del juego, que la ilusión con la que entraba en una tienda de ropa, en la biblioteca, en el supermercado, o en una relación de pareja, se volvía algo inquietante una vez me encontraba en el interior.

Pensemos, por ejemplo, en los utensilios, los objetos cotidianos que manejaban nuestros abuelos, ideados para durar toda una vida, resistentes al paso del tiempo y las posibles adversidades, en los que podemos ver una estrecha vinculación con el concepto de matrimonio con el que convivían. Hoy en día, en una sociedad en la que hasta el objeto más insignificante al cabo de unos meses está programado para que una de sus piezas falle y así cambiarlo por el último modelo, no es de extrañar que iniciemos una relación emocional tratando de leer en la frente borrosa del enamorado la tan ansiada fecha de caducidad.

Así, el vínculo de las relaciones humanas se convierte en otro objeto más de consumo. Y volviendo al pasado viernes, en el que encontré al instante las novedades que desplazarían a las viejas emociones en el centro comercial, donde colocaban sofás estratégicamente que podría equipararse con la idea de “tomarse un tiempo” en una relación, de repente, y a la misma velocidad, me di cuenta de que estaba rodeada de números rojos que se enredaban entre el amor, mi blusa años veinte y mi tarjeta de crédito.

Y es que, en este mundo líquido en el que las necesidades emocionales pueden encontrarse de forma inmediata en una página web (la amistad, el sexo, el cariño, la complicidad), no es de extrañar que ensalcemos las excelencias de las taras, los defectos y agujeros que hacen que nos sintamos aliviados ante el cubo de basura, deseosos de nuevos besos de usar y tirar.

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