No sé si el cuento de Andersen que narraba el infortunio de aquella niña que vendía cerillas me traspasó en mi tierna infancia, pero desde pequeña siento gran pena cuando recuerdo que hay gente durmiendo en la calle, cosa que con la edad se ha mantenido quizás porque es de esas cosas que tocan lo más básico de la dignidad de una persona y que a mí, por alguna extraña razón, me cuesta asumir.

Viviendo en un barrio obrero te acostumbras a una serie de cosas. No hay gentes haciendo la compra con abrigos de pieles, pero todo el mundo tiene lo suficiente en el bolsillo para llenar su carro, los niños juegan en las plazas y nadie duerme en el cajero automático. Esto último ha sufrido un cambio en estos tiempos, e incluso, al final de la calle hay un señor que duerme en un jardincito de estos que adornan las calles peatonales. Hemos rebasado límites que me parecía que jamás se alcanzarían, y no soy tan frívola como para decir que la pobreza me entristece, porque no es eso, me quita el sueño el proceso que hemos seguido para determinadas personas lleguen a estas situaciones.

La campaña de esta semana en que repartían bolsas en los supermercados para donar una pequeña compra al Banco de alimentos me ha reconciliado bastante con la actualidad. La solidaridad humana y como ésta se está fortaleciendo es de lo poco positivo que podemos sacar de la crisis. Pero es inmensamente triste cuando esa solidaridad se queda en el pueblo llano y no alcanza cotas más altas de poder.

Que Sevilla salga en las noticias por ser la única ciudad que aumenta su gasto en iluminación navideña me indigna hasta tal punto que me cuesta expresarlo. Automáticamente me vienen a la mente esas personas que dormirán soportando las frías temperaturas de estos días, porque incluso en este barrio obrero donde ahora sí hay gente que duerme en la calle, nos han remodelado la escasa decoración navideña que teníamos, poniéndonos nuevas luces que adornarán bellamente lo que para algunos es el techo de su dormitorio. Qué triste es a veces ser sevillana, con el orgullo que supone para algunos y lo vergonzoso que debería ser para otros.

Para colmo, como se lamentaba Mafalda, Dios le da pan a quien no tiene dientes, y tras anunciar a bombo y platillo la concesión de los locales para el ensayo de las bandas, cuestión que ya comentaba hace unas semanas, la jugada parece haber salido mal porque estos locales sufren tal deterioro que casi no compensa arreglarlos según he leído.  Qué injusta es la vida. En aquella columna comentaba que era triste tener un techo para tocar y no uno para vivir. Ahora parece que el techo es para nadie, cuando previendo el frío de estos días también habría sido buena cosa acondicionar estos locales de la discordia para que al menos algunos tengan algo parecido a un refugio en estos días.

Hoy en día, el comercio de cerillas no sería un negocio muy rentable, pero seguramente lo sería aún menos en esta ciudad sobreiluminada, donde la triste historia de aquella niña que se quedó “dormida” en la fría calle volvería a repetirse como en el cuento.

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Técnica Superior en Integración Social, Graduada en Trabajo Social, Especialista Universitaria en Mediación, Máster Oficial en Género e Igualdad. Actualmente Doctoranda en CC. Sociales; investigadora...