Parece una idea asumida y generalizada que hoy ya no existen los obreros, esa clase. Que ahora todos somos una mezcla entre ciudadanos y propietarios (aunque sea de un caniche), una suerte de protoempresarios (por alquilar el piso de la playa) o tal vez una especie de mandatarios estatales (por votar cada cuatro años).

Hoy ya, nos dirán algún día, no existen las dicotomías (en algunos coles tontos explicaran que la razón está en la caída del Muro). No hay izquierdas ni derechas, buenos ni malos, ricos ni pobres, Norte ni Sur: todo es un único mundo en el que cada cual tiene lo que se ha granjeado y en el que todo es entendible según los matices coyunturales con que sazonemos los comportamientos y decisiones para exculparlos de esa reminiscencia de moralidad y ética que ya no queda.

Hemos empezado por tragarnos el constructo de la no diferencia. El banquero que tiene su dinero en el mismo depósito que tú. Y ya somos todos iguales. Aún parece que se respetan algunas fronteras: es decir, hasta el momento nadie ha negado que haya ricos y pobres, pero ya empiezan a sobrevenir las sombras de, no utilicemos en vano la palabra igualdad, la no diferencia. Ya no hay obreros, sólo hay ciudadanos. Qué peligros conceptuales ha engendrado la democracia y su terminología de referencia. Todos pagamos impuestos (o deberíamos), todos transitamos las mismas autopistas para llegar a la playa, todos votamos, o sea,  todos nos parecemos bastante.  Pues no. Hay quienes sufren la crisis y quiénes no. Quienes ahorran “por si acaso” y quienes no se han enterado todavía de cuánto dinero tienen en el banco. Hay quienes saben cuánto gastan de gasolina al mes y quienes no recuerdan cuántos coches poseen.

Podemos admitir una resemantización del término “obrero”. Podemos llamarle “X” o podemos simplemente llamarle  oprimido pero la diferencia es sustancial: los que poseen (los medios de producción, siguiendo los postulados marxistas tan plenamente vigentes) y los que no. Y no ha sido sustancialmente  modificada sino simbólicamente recreada para convencernos de que todos luchamos por la misma causa: el Estado, la paz, el equilibrio. Hemos ingeniado un sistema para que el obrero enriquezca más al poderoso (los préstamos) y le hemos colgado el sanbenito de “propietario” mientras que el abismo entre los propietarios “de verdad” y el dueño del opel corsa sigue siendo atroz.

No hacen falta construcciones teóricas complejas para sostener que siguen existiendo obreros y que sólo a unos cuantos beneficia que éstos no tengan conciencia del tal.

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