Tras más de cuatro años de crisis económica y con un futuro sembrado de incertidumbre, la ciudadanía española se ha acostumbrado a vivir en un estado de tensa resignación. El hecho de que uno de cada cuatro españoles carezca de empleo (uno de cada dos jóvenes), cientos de miles de personas hayan perdido sus ahorros y casas, los servicios públicos sean paulatinamente desmantelados o la corrupción haya devenido en una práctica cotidiana tolerada por un sistema judicial servil, parecen no ser razones suficientes para proferir un «hasta aquí hemos llegado» colectivo.

Esa es precisamente la salvaguarda de una clase política que nos aboca cada día a cotas de surrealismo inimaginables para una ciudadanía crítica y convenientemente formada. Un asidero para preservar el poder en un sistema pseudodemocrático donde el tráfico de influencias y el dinero contante y sonante suplen con éxito el talento y la responsabilidad debida a un servicio público. Al fin y al cabo, las manifestaciones y muestras de indignación escenificadas en los últimos años por toda la geografía española tienden a ser enterradas por la rutina y la frustración. Vendavales pasajeros ante los que resistir con inestimables dosis de demagogia, estoicismo y propaganda.

Sin embargo, los políticos no deberían  sobredimensionar la paciencia ciudadana. Más aún cuando esta se ve despojada de su hogar, su dignidad o su esperanza en el futuro. Pues entonces las protestas pueden rebasar los límites de lo políticamente correcto para internarse en territorios más cercanos a la violencia en sus múltiples formas.

Es lo que está ocuriendo los últimos días con los denominados escraches, actos de protestas liderados por la Plataforma de Afectados por la Hipoteca y escenificados  frente a los domicilios o lugares de trabajo de políticos del Partido Popular que ha rechazado la aprobación de la Iniciativa Legislativa Popular contra los desahucios tal y como fue concebida.

Y es que cuando la democracia se muestra secuestrada por una casta de figuras ruines que se marchan de vacaciones o acuden a partidos de fútbol mientras el país se derrumba y la gente pierde sus casas y sus trabajos, a la ciudadanía le restan pocas opciones para propiciar un cambio efectivo. Los escraches se antojan pues como medidas excepcionales aunque necesarias. Se trata de que nuestros representantes sientan el aliento de la calle en su nuca, que perciban de una vez por todas de que son responsables del destino de más de 45 millones de personas que han delegado su poder soberano para que sea gestionado con honestidad en beneficio de la colectividad, y no para que utilicen su posición con el objeto de enriquecerse y nutrir su megalomanía.

La cascada de reacciones por parte de distintos líderes políticos contra las acciones de la PAH vienen a corroborar la pertinencia del acoso contra estos. El miedo hace acto de presencia. Y juegan sus cartas; vinculan las protestas con el terrorismo, desacreditan a sus portavoces, hacen valer su dominio entre los medios de comunicación con versiones sesgadas… Una lucha entre el ellos y el nosotros. Que nadie se llame a engaño, el pueblo está hoy desgajado de sus representantes. O se unen a nosotros, o serán perseguidos en cada uno de sus actos públicos o privados. No es violencia, es una responsabilidad cívica.