La reciente noticia de un nuevo suicidio a causa del laberíntico drama de los desahucios suscita una reflexión cada vez más necesaria acerca del reparto de responsabilidades en un fenómeno social inédito hasta ahora.

Son muchas las personas que se sienten atrapadas en una situación irrevocable que implica la pérdida de todas sus posesiones materiales y un deterioro manifiesto de su bienestar fruto de la incapacidad para hacer frente a las deudas contraídas con las entidades bancarias. La época de bonanza económica hace ya años que concluyó de forma súbita y sin previo aviso; de lo que hablamos ahora es de pura supervivencia.

Las personas afectadas por los desahucios no pueden aferrarse al magro consuelo de empezar de cero una vez han perdido todo. Por un lado, la entrega de la vivienda, del hogar, no significa que el banco se haya dado por satisfecho en la recuperación de lo que considera suyo; por otro, el exiguo (o inexistente) horizonte de oportunidades laborales en nuestro país coarta cualquier tentativa de poner las bases de un futuro medianamente digno. Y sin esperanza en el porvenir, no hay lugar para el presente.

Es decir, una parte nada desdeñable de la ciudadanía española se halla en una encrucijada vital en la que nadie parece interesado en aportar soluciones. Al menos nadie entre los mal llamados gobernantes. En las últimas semanas el descrédito generalizado sobre una clase política simplona y codiciosa ha provocado un repliegue de esta hacia una ridícula defensa de la «profesión» bajo el lema «no todos somos unos corruptos».

Y así, con esta cantinela desfilan cada día por emisoras de radios, platós de televisión y comparecencias públicas sin mayor fundamento que recordar a los hastiados ciudadanos de que aún están ahí, que a pesar de la inoperancia y la desidia con la que mancillan sus cargos, continúan cejados en su empeño de hundir el país en la más absoluta ruina y con él a sus ciudadanos, aunque este no sea su deseo pero sí la consecuencia del henchido orgullo de quien se cree superior.

Cuando transcurran unos años, el necesario ejercicio de retrospección juicioso del pasado desencadenará no pocas disculpas ceremoniosas, acusaciones veladas y un franco sentimiento de culpa por el auténtico genocidio que han tolerado durante todo este tiempo. Se determinará entonces que las cláusulas de los bancos eran abusivas, que la ley amparaba el latrocinio financiero frente a los derechos básicos de la sociedad, que la casta política no hizo nada para paralizar las muertes de aquellas personas que no pudieron más con su desesperación, que los desahucios son una de las más lacerantes vergüenzas de nuestra historia reciente.

Pero mientras tanto, el fenómeno continuará. Cada ve más personas se tirarán de sus balcones o protagonizarán macabros espectáculos públicos como un último acto de reivindicación, un desesperado intento de llamar la atención sobre el infierno que viven día tras día. Por su parte, los medios de comunicación seguirán acudiendo a la exclusiva del horror, a la lucrativa cobertura de la tragedia ignorando su abrumadora capacidad para aportar soluciones límite para quienes ya han agotado todas. Se debe proclamar alto y claro; los desahucios son un crimen contra la humanidad y aquellos que lo permiten, auténticos asesinos.

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