Uno de los aspectos más frustrantes de esta crisis económica estructural, también denominada extraoficialmente como estafa planetaria al servicio de los jeques y embaucadores de humo monetario, es que no existen villanos debidamente estereotipados a los que cargar con el sufrimiento y la desesperación de millones de personas arrojadas a la incertidumbre del desempleo, los impagos hipotecarios y la ausencia de horizonte para el futuro.

A pesar de que los auténticos responsables de la debacle se hayan esforzado en culpar a una ciudadanía títere del afán consumista del sistema, la certeza latente de que todo esto no es más que una estrategema de banqueros voraces, empresarios codiciosos y políticos ineptos, ha arraigado en el imaginario colectivo a partir de un sentimiento de desapego hacia un mundo de intrigas y amoralidad generalizado.

Pero seguimos sin villano. En España son muchos los que no han podido ocultarse por más tiempo tras la máscara de honorabilidad mantenida durante años, sin embargo ninguno de ellos tiene esa vertiente poética propia de las películas de Hollywood. Ni el pijo rancio de Bárcenas, ni los cocainómanos socialistas de Andalucía, ni los bandidos trajeados del Gürtel poseen una identidad que pueda aglutinar en sí misma todos los males que padece la sociedad española.

Hasta que llegó él. Pocos hubiesen apostado hace unos meses que este señor de presencia pulcra y anodina, rostro equilibrado y título venerable pudiese encabezar la carrera para convertirse en el maligno ser más detestado por el país. Ni siquiera cuando la noticia de sus truculentos tejemanejes financieros irrumpieron en la actualidad informativa asombrando al respetable parecía que fuese a trascender más allá de otro escándalo merecedor del escarnio público tras el cual todo volviese a la normalidad. De hecho, lo han intentado brindándole un puesto de asesor en la empresa de telecomunicación más importantes del país.

Sin embargo, a medida que se conocen más cuestiones privadas de este personaje, la fascinación que despierta es aún mayor. Cuando hace unos días se desvelaron algunos de los correos que Iñaki Urdangarín enviaba a su socio de correrías fraudulentas, el secretario de las infantas, firmando con el pseudónimo de ‘El Duque Empalmado’, todo cambió de inmediato. Se confirmaba lo que veníamos buscando desde hacía tiempo; nuestro villano favorito.

El Duque Empalmado es una suerte de versión castiza e irrevente de los típicos sinvergüenzas que pululan en los cómics y las películas estadounidenses, aunque en lugar de superpoderes maliciosos o una inteligencia superior posea un miembro viril siempre a punto, que no es poco. En una curiosa conjugación entre el Jóker y Lex Luthor, Iñaki Urdangarín se ha colmado con la gloria del antagonista carismático a golpe de chiste zafio y de los millones de euros que se han embolsado gracias a su posición privilegiada como miembro de la Casa Real española y a través de una Fundación que hacía las funciones de Estrella de la Muerte.

Con el tiempo, sabremos si el bueno de El Duque Empalmado es el auténtico villano o si por el contrario no es más que el bufón del rey (nunca mejor dicho), el cabeza de turco de una operación más amplia que extiende sus tentáculos en los pasillos de la Corte y hasta las más altas instancias. Por lo pronto, este grácil varón de considerable potencia sexual (de ahí su prolífica descendencia) nos ha conquistado entre el amplio panorama nacional de desvergonzados saqueadores, ya que reúne todos los elementos icónicos indispensables para odiarlo sin acritud, con cierta misericordia condescendiente ante la inexistente catadura moral de un personaje que, al mismto tiempo, merece ser arrastrado por el fango de la vergüenza y humillado ante la ley. Porque de los españoles no debería reirse ni Dios, ni el rey ni el duque, por muy dura que la tengan.

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