Decía el escritor británico G.K. Chesterton que la lucha por la libertad necesita una referencia a algún dogma incuestionable. Esta certera paradoja la utilizaba hace algunos años el filósofo esloveno Slavoj Zizek en un insidioso libro titulado Bienvenidos al desierto de lo real, para fundamentar su percepción acerca del sistema que había creado Occidente para legitimar su propio fundamentalismo. La democracia, al fin, no era más que la capacidad para elegir, pero únicamente aquello que es considerado como correcto, o lo que es lo mismo, lo único que es presentado como tal.

 

La sociedad se dividía, así pues, en dos grandes realidades pragmáticas; por un lado la democracia del bienestar, de lo estable, de lo real; por otro, el fundamentalismo que se oponía a la primera, el elemento herético, la fantasía que deberíamos marginar para no contaminar nuestra propia realidad.

En los últimos días, he estado reflexionando mucho acerca de esta teoría a raíz de las interminables sesiones parlamentarias del debate de investidura de nuestro nuevo presidente. En ellas, han intervenidos todas las fuerzas políticas con representación en el pleno exponiendo sus esperanzas y sugerencias; sin embargo, la atención de todas las miradas han estado focalizadas en esa suerte de lucha dialéctica entre el portavoz del Amaiur y su homólogo del Partido Popular.

A muchos sorprendió los buenos resultados electorales de la nueva coalición política de la izquierda abertzale, alcanzando los siete diputados y superando en escaños al PNV. El reciente cese de la actividad de ETA (que no disolución) parece haber robustecido la opción política soberanista vasca, lo que debe suponer una excelente noticia para un país que ha defendido durante décadas que las ideas debían defenderse a través de los instrumentos democráticos del Estado y nunca a través de las armas.

No obstante, y a pesar de la legitimidad dotada por sus votantes, Amaiur parece hallar tan sólo rechazo allí donde siempre fue encomiada a manifestarse, en el Parlamento. Ahora le niegan un grupo propio en virtud a un discurso de revanchismo político absurdo en el que se prima el lastre del dolor arrastrado durante años de asesinatos y extorsión a la posibilidad de una salida dialogada al conflicto, de la construcción pacífica de una nueva sociedad vasca libre del miedo que durante tanto tiempo la atenazó.

Debemos regresar en este punto a la argumentación de Zizek; la democracia tan sólo es susceptible de tolerar una opción, la correcta, pues no puede albergar en su seno una realidad que la niega. El estado constitucional español es incapaz de dar la voz a un grupo político que atenta contra la propia unidad de la nación. Por ello lo repele, lo margina y lo empuja al fundamentalismo en un círculo vicioso retroalimentado por la ignorancia mutua. Los ideales de un sector de la población tan amplio no desaparecen de un día para otro, sino que, al contrario, se fortalecen ante la incomprensión del resto. El hipotético final de ETA no concluye con el ‘problema vasco’, supone el punto de partido de otro largo proceso, el político, el que tanto se reclamó durante años de impotencia.

¿Cómo vivir en lo real cuando miles de votantes nos dicen que esa realidad es ficticia, que es una fantasía construida por la necesidad de permanecer en la complaciente burbuja de la democracia construida? ¿Cómo creer, pues, en un sistema que es la mejor apariencia de sí mismo?

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