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De la ciencia. O, al menos de la investigación biomédica. Esta historia es uno de esos ejemplos maravillosos de cómo la ciencia se construye a base de pequeños ladrillos, grandes esfuerzos de distintos investigadores que poco a poco, y con el tiempo, se van aunando para dar lugar a descubrimientos y avances maravillosos.

Todo comenzó allá por el año 1955, cuando dos investigadores llamados D. Davenport y J.A.C. Nicol publicaron un estudio en la revista ‘Proceedings of the Royal Society of London’. En dicho trabajo, los autores describieron la existencia de una especia de medusas – Aequorea victoria – capaces de emitir luz de un color verde-azulado de manera natural.  El origen de esa emisión de luz era desconocido en aquel momento, y las repercusiones de esta primera descripción por completo inimaginables.

Unos años más tarde, en 1962, un grupo de científicos japoneses liderados por O. Shimomura fue capaz de determinar que la responsable de la emisión de luz por parte de estas medusas era una proteína que llamaron “proteína verde”, rebautizada en 1969 como proteína fluorescente verde o GFP – acrónimo del inglés Green Fluorescent Protein– .

Durante los años siguientes numerosos investigadores dedicaron su tiempo y esfuerzo a estudiar a fondo esta proteína, su estructura, cómo se producía la emisión de luz, etc., hasta que en 1992 se produjo el siguiente gran paso en esta historia. En aquel maravilloso año de las Olimpiadas de Barcelona y la Expo de Sevilla, un grupo de científicos encabezados por D.C. Prasher clonaron por primera vez el gen responsable de producir la proteína fluorescente verde.

Los investigadores fueron capaces de aislar el fragmento de ADN de la medusa que contenía la información para producir la proteína, cortarlo y pegarlo en lo que los científicos llamamos un plásmido o vector, una pequeña molécula de ADN circular de origen bacteriano. Lo interesante de tener clonado un gen en una molécula de ADN pequeña y circular es que esto nos permite trabajar con ella de manera mucho más sencilla, aislarla, manipularla, y además nos permite introducirla en las células de otros organismos, haciendo que estas produzcan proteínas que, como en este caso, normalmente no producen.

Fue en 1994 cuando M. Chalfie, D.C. Prasher y sus colaboradores fueron capaces de expresar la proteína fluorescente por primera vez en un organismo multicelular distinto de la medusa, un pequeño nematodo llamado Caenorhabditiselegans.

Durante los años siguientes, gracias principalmente a los trabajos de R. Tsien, el gen de la proteína verde se fue modificando para dar lugar a nuevas versiones azules y amarillas. Además, en el año 1999 se descubrieron nuevas proteínas fluorescentes, esta vez de color rojo, aisladas de ciertas especies de corales.

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El uso de estas proteínas de colores se fue extendiendo cada vez más, usándose para marcar y visualizar diferentes poblaciones celulares en distintos organismos entre los que encontramos, por supuesto, los ratones. Los ejemplo son muy numerosos, pero sin duda uno de los trabajos más espectaculares en este sentido fue realizado por J.W. Lichtman y J.S. Sanes en 2007. En dicho estudio, fueron capaces de hacer que todas las neuronas del cerebro de un ratón produjeran cuatro proteínas fluorescentes distintas (azul, verde, amarilla y roja).

Lo interesante es que cada una de estas neuronas producía una cantidad ligeramente diferente de cada uno de los cuatro colores básicos, que al combinarse daban como resultado un verdadero arcoíris en el que cada célula era de un color distinto. El trabajo, además de regalarnos imágenes espectaculares, permitió estudiar la estructura neuronal del cerebro de los ratones con un nivel de detalle nunca alcanzado anteriormente.

Otro de los usos de las proteínas fluorescentes es la visualización de proteínas y de los procesos en los que estas participan en células vivas, algo que antes de su descubrimiento era simplemente imposible. Para ello,  lo que hacen los investigadores es cortar el fragmento de ADN que codifica para la proteína fluorescente y pegarlo al gen de la proteína que se quiere estudiar.

Cuando este gen es leído por la maquinaria celular, el resultado es lo que se conoce como una proteína quimérica, formada por la proteína a estudiar unida a la proteína fluorescente. Esta proteína quimérica se puede observar y estudiar en células vivas, pudiéndose ver su localización dentro de la célula y los procesos en los que participa.

Mediante esta técnica, por ejemplo, ha sido posible estudiar el mecanismo de la división celular con un nivel de detalle increíble, simplemente uniendo una proteína fluorescente de color rojo a una proteína localizada en los cromosomas y una proteína de color verde a los microtúbulos, que son unas estructuras similares a cables microscópicos responsables, entre otras muchas cosas, de unirse a los cromosomas y tirar de ellos para separarlos durante el proceso de división celular.

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Durante todos estos años, el número de proteínas fluorescentes desarrolladas en los laboratorios y sus aplicaciones son innumerables. Sería imposible siquiera mencionarlas todas en un artículo. Y sin duda, han supuesto una revolución y se han convertido en una herramienta fundamental de la investigación biomédica moderna.

Prueba de la trascendencia de estos trabajos es que tres de los investigadores aquí nombrados, O. Shimomura, M. Chalfie y R.T. Tsien, fueron galardonados con el Premio Nobel de Química en el año 2008 en reconocimiento por su trabajo.

Desconozco si cuando Davenport y Nicol comenzaron a estudiar las propiedades luminiscentes de una medusa a principio de la década de los cincuenta del siglo pasado, ellos eran siquiera mínimamente conscientes de las repercusiones que tendría su trabajo.

Hoy estamos acostumbrados a ver imágenes de organismos, por lo general marinos, capaces de emitir luz de distintos colores. Pero en 1955 seguro que sería algo novedoso, que llamó la atención de dos personas que se propusieron explicar por qué y cómo aquella medusa era capaz de emitir luz. Fue esa curiosidad, el hacerse preguntas e intentar dar con las respuestas, la que puso las bases que finalmente terminarían iluminando el futuro de la investigación en biología celular y biomedicina.