Foto: Atín Aya

Porqué hay historias que es mejor no contar o enmarcar es algo que se entiende y se aprende cuando ya se ha vuelto la vista hacia el frente y no hay opción a volverla hacia atrás. Leía ayer sobre una ciudad a la que estaban convirtiendo en una parodia de si misma. Quien lo afirmaba lo hacía desde el cariño y arraigo que dan la lejanía y el desplazamiento, tal cariño movía la afirmación que el afirmante sabía -pero no lo decía- que la ciudad se convierte sola en parodia cuando alguien alrededor la intenta transformar en otra cosa que no sea la consecuencia lógica del curso natural del tiempo. Porque hay historias que es mejor no contar o enmarcar en determinado lugar es algo que se empieza a entender cuando del lugar ya uno estaba obligado a huir sin más maleta y armario que la conciencia y la creencia de que se sabe estar y parecer.

Las veces que se intentó escribir una palabra más alta que otra sobre la ciudad, el atrevido acabó amenazado y preso de la locura por mor de aquellos días de sufrimiento. Todo causa de haber atado cabos imaginarios, haber enlazado ideas plausibles dentro del egoísmo que cercaba de forma innata el ser y el querer haber podido ser de la ciudad. Aquél hombre murió loco, habiendo olvidado que fue profesor, escritor, habiendo olvidado que se enrutó por ciudades de Europa ganándose la vida las mejores veces como periodista, las peores como mozo de hospital. Lo bueno del siglo XX en la ciudad fue que el privilegio de la contestación solo era veneno de unos pocos que eran tomados por locos. Hoy pulula por las rúas de la antaña ciudad madre de emperadores una suerte de übermensch que ha abrazado como propio, como tesoro, como idiosincrático lo que antaño fue tachado de locura o enfermedad cuando era escrito o interpretado. Los artistas de la ciudad en el siglo XX, en el fuero interno de los guardianes revolucionarios de la ciudad de hoy, eran tomados entonces por una suerte de bufones camino de la locura que generaban ternura y risa, y precisamente por esa ternura y risa se les abraza hoy como Dioses. Hoy.

Antaño sólo eran locos, o rancios, en el caso del amigo reflejado en el párrafo antecedente -a su muerte- fue tildado de «guardián del realismo social´´. A su muerte, nada de homenajes en vida, que a la ciudad, al país, a los hombres en general, les salen caros, porque los hombres son valientes sólo cuando se saben invulnerables y el reconocimiento es el valor más preciado de todas las virtudes accesorias. El miedo a veces coarta, frena, no da, quita, y todo el que se pudiere tener ha de quedarse en la ciudad. Y a fuerza de dejar el miedo colgado en el armario de reliquias de la urbe deseada la ciudad tiene y tuvo y tendrá siempre el miedo a ser y el complejo de inferioridad porque sus gentes y prohombres no la dejan ser. Qué maravilla, que escribió Machado… ojalá todas las calles despojadas de las ideas que frenan, sin ese espejo que mantiene a todos los habitantes en un ensimismamiento que a nada conduce y a que toda perdición lleva. Pero hoy no.

Todos somos invitados a la vida, sólo unos muchos son hoy esclavos de una misma corriente, por creer creen que la belleza de la ciudad y su luz son todo lo que puede ser, lo que tiene que ser, y la ciudad es lo que la mente de unos pocos quieren que sea, una fe con todos sus curas, secretarios y generales de la puridad a los que ni el agua perdona y limpia el pecado de condenar a la ciudad a lo que ellos tienen pensado que sea. El río antaño era un desafío, hoy sólo es un espejo en el que purgar las vergüenzas de todos los que no esperan nada de la urbe inventada que tanto admiran. Queda admirar lo que fue, y que tomen a uno por loco, por idealista, por alguien que está equivocado, por alguien que piensa lo que no puede ser, lo prohibido. He ahí el deseo, y la triste realidad y buena cordura que da el pensamiento en la distancia. Quien habita lejos de la ciudad debe ser consciente de dos cosas cuando vuelve: que todo está por escribir y que -por estar lejos- hay que ir por las calles pidiendo perdón por no estar, por no poder estar, por estar vivo. Es ahí cuando a uno se le pone cara del teniente fugitivo que vivía preso en el humo ensoñado de su deseo.

El hijo de la ciudad que vuelve a su madre para perderse en sus calles debe optar por dirigirse esposado al ocaso. Le dirán que está ciego, equivocado por haberse ido lejos a ganarse las mil vidas que le resten porque «¿dónde mejor que aquí vas a estar? Tu lo que estás es descastado, hombre´´. La vida de los que acabamos volviendo ocasionalmente -y que así sea siempre sin miedo al deseo- es inescrutable como el destino del río. La ciudad que se lleva dentro no cierra los ojos ni los oídos, la ciudad que llevamos dentro escucha y espía lo que nos está por venir y somos al final niños que no tomamos parte de la ciudad ensoñada que no es pero que es porque unos pocos puros quieren. La ciudad de esos pocos, que creen ser los pocos felices de Enrique IV en Agincourt y no llegan ni a soldado tocado de sombrero de paja, mira, juzga, es un testigo ruidoso del tiempo y que mira con desdén a todos los hijos que tuvieron que marchar.

La ciudad, en el despertar inigualable de la mañana, en el amanecer que tiene que iguala y supera al de la mujer que se supo amada en la noche anterior y que no quiere frotarse los ojos para no desprenderse de las legañas del deseo, deslumbra al hijo que volverá ocasionalmente para verla amanecer cuando nadie prescindible esté observando. Esa ciudad, esas urbes que todos llevan dentro embaucan a los incautos y mata a los cobardes que no cuentan hasta cien mientras el amanecer les dice que cierren los ojos para que la verdad no duela. Todo sigue estando por escribir, una gran historia, una gran novela que ponga en su sitio todas las patas de la silla en la que la urbe aún no sentó. El día que pasare tal prodigio caeremos en la cuenta de lo poco que sabemos de las calles y de la madre que los abriga y nos abrigó a los que ya no somos y estamos. Una larga despedida que se arrastra, un eterno saludo que envuelve como el frío y el mar, la sólida soledad que también es y el viento que seguirá soplando paciente e imperioso peinando todos los planes que se tienen; y es que no hay plan cuando nada de lo que existe en los adentros de uno es ideal, no es.

Nacido en 1989 en Sevilla. Licenciado en Derecho por la Universidad de Sevilla y Máster en Tributación y Asesoría Fiscal por la Universidad Loyola Andalucía. Forma parte de 'Andaluces, Regeneraos',...