‘Rayuela’, Julio Cortázar, 1963. A Traveler lo conocí leyendo. Fue amor a primera página. Se llamaba Traveler, Manolo Traveler, y le daba rabia llamarse así ya que apenas había viajado. Me enamoré de él enseguida porque lo admiraba terriblemente: su sentido del humor, su ingenio, sus tardes de nostalgia y sus noches de insomnio; su gusto por el tango y el folclor tradicional, su forma de querer a Talita…
Aída Vílchez. Lo conocí hace diez años por un amigo común, un estudiante de filosofía que una tarde de lluvia, refugiado en un bar con una cerveza y unos ojos preciosos, indescifrables aún para mí, me dijo: “si leyeras el librito entenderías tantas cosas…”. Al poco tiempo salía de la librería con un ejemplar (defectuoso, por cierto) y unas ganas locas de coincidir casualmente con el filósofo. Me llevó una semana leer el libro y siete días descubrir que el azar no me sentaba del todo mal cuando, después de serias elecciones respecto al itinerario nocturno a seguir, empezaba a comprender un poquito más el juego. Fue en una esquina con la calle Betis, llovía y no podría describir todo lo que imaginé cuando nos encontramos. No olvidaba mi amor por Traveler, pero las manos del filósofo eran tan reales…

‘Rayuela’ es un libro un tanto especial, ya que es el lector quien decide la forma en que va a leerlo antes de comenzar. Realmente la historia en sí no es lo más destacado, pero sí el modo en que la viven sus personajes. Se trata de una búsqueda, no sé bien de qué ni el porqué, pero hay que buscar, claro, y para ello el protagonista, Horacio Oliveira, crea todo tipo de rituales físicos y emocionales desde París (en la primera parte) para alcanzar esa arcadia perdida que se le manifiesta, por ejemplo, en la pureza de La Maga, capaz de vivir todo lo que él teoriza, o en las veladas del Club de la Serpiente, donde se habla de arte y filosofía entre humo y un solo de Charlie Parker.

Recuerdo bien cuando viajé a París buscando la rue de la Tombe Issoire, donde vivía Oliveira por aquel entonces. Es cierto que no era la primera vez que la buscaba, y no me refiero sólo en París; cuántas noches de vuelta había tratado de reconocer en mi propia ciudad las ventanas que daban al boulevard Saint Jacques; madrugadas en las que, después de un concierto o más de siete calles, había buscado miradas porteñas en las de tantos compatriotas; las veces que me repetía que aquella pieza imaginaria de la Tombe Issoire podría tener algo de real, mucho más que retazos de sueños y colillas, de amaneceres y desengaños, de ritos y sogas y canales… Pero no subí a su pieza de la rue de la Tombe Issoire, no pasé por esa tumba, por esa casilla donde tal vez me hubiera resultado más fácil diseñar mi propio kibbutz con restos de algodón y palanganas hiladas; preferí subir a otras desde este lado, donde me esperaban camas menos reales pero mucho más inmediatas.

Recuerdo bien el hostal, un hostal decadente, un ascensor enmoquetado, y ese olor a humedad que se repetiría desde la primera parada de metro hasta la tumba. Un olor muy parecido al de la máquina de escribir de la librería del barrio latino donde, a veces, me dejaban escribir a cambio de unos gauloises y dos o tres palabras en inglés. Tenía que concebir París como una enorme máquina de escribir, húmeda y sucia, con una misma rueda de tinta que se reutilizara una y otra vez, escribiendo y borrando la misma telaraña de calles y bulevares, y arañas…arañas por el techo de mi habitación, entre las sábanas teñidas de jazz y sexo, arañas, bajando por las cortinas de la toilette, subiendo por su pierna mientras yo lo miraba y bonjour. La moqueta de tonos oscuros coincidía casi con exactitud con las manchas geográficas de la colcha, y una noche qué pena que no lloviera… y justo se puso a llover.
 
La segunda parte del libro transcurre en Buenos Aires, y es aquí donde lo vi por primera vez. Traveler aparecía radiante en el primer párrafo del capítulo 37. Lo que viene después tendrán que descubrirlo con su propio ejemplar, y créanme si les digo que el mío no acabó en el Sena porque me lo impidió la nostalgia, pero hubiese sido tan bonito cerrar así la lectura…Terminé mi rayuela, la dibujé en un claro sin tumbas del cementerio de Montparnasse y jugué cuando nadie miraba, mientras Traveler adoptaba una parte olvidada de mis sueños, se convertía así en una especie de príncipe azul intocable para mí por ser tan irreal como la esperanza de creer que podría encontrarlo en otros libros, siempre más reales.
 
Desde entonces no he podido dejar de soñar con él, buscándolo entre las bocas de este lado, en París, en alguna pensión húmeda y sucia, pero qué importaba… Y una noche lo busqué en un trío de Brahms, y en el tomo dos de una obra de Schopenhauer, y en un verano en un callejón en ruinas y en el otro bolsillo una estación que iba y venía y me hablaba de “vos”, y en tantas cosas rojas como el olvido o la nostalgia a plena luz del día.