Una cosa es la vida y cosa distinta la existencia. Lo primero es algo objetivo, aséptico, concepto e una movilidad. Lo segundo un atrevimiento, lo subjetivo; un querer lanzarse escalera abajo pero contenerse y bajar dignamente, como explicaba Luca de Tena en Edad prohibida. Así, existir no deja de ser un drama: porque nos arrepentimos de los errores no cometidos y nos alegramos por vivir o ver la luz en cada amanecida.

Siempre, siempre, siempre -como el mañana de Macbeth- resuenan en la cabeza esos ‘’ojalá nos hubiéramos conocido antes’’, ese ‘’¿dónde estuviste, que hasta ahora no llegaste?’’, y la dama de oscuros ojos grandes y uñas pintadas de gris que te ofrece beber la vida permanece ahí, pero no inerte, ni congelada; ni mucho menos eterna, porque los ojos que ofrecen vino y rosas no se quedan a esperar como Julie Christie esperó siempre a Omar Sharif.

Uno no miente si confiesa que el mayor mérito reciente es caer en el mito Dickensiano, aquello del mejor y peor de los tiempos; hay primavera de la esperanza, si, pero nos queda la miseria del invierno de la desesperación, el invierno que nos hace ser invencibles. De pedir un deseo, desearía vivir en un eterno de día, una mañana gris castellana, gris castellana y nevando, refugiado en el café Novelty, como Torrente Ballester, como Foxá cuando escribía sus poemas y aquella novela con ínfulas de episodio nacional.

Uno no puede querer no ser extravagante si se crió a la sombra de dos hombres mínimamente extravagantes: uno puso a uno de sus pastores alemanes Boyer por nombre, todo porque el ministro de Hacienda de aquellos entonces caía bastante bien en casa, otro iba de la ciudad a Marbella en Vespa cargando con un acordeón para ganarse un mejor porvenir. Al menos sabemos que nos pueden quitar todo, menos el miedo, como a Muñoz Seca, que es mejor -aunque más doloroso- abrazar a amantes que a cualesquiera ideales.

Con el tiempo se aprende a ver cómo hacía Bette Davis, que no se envejece, que se va obteniendo un different kind of grace y que hay que saber reírse de la adversidad para querer superarla. Al fin y al cabo, todo tiene ese trasluz de vago aire femenino, una singular ironía, el saberse en la vida un último de Filipinas. ¿Acaso existe mayor romanticismo que disfrutar de la batalla perdida que es vivir?