Os dejo las tardes calurosamente frías de invierno, un puñado de cal y un mucho de albero alcalareño, esa mancha de humedad en el alma cuando pisas la calle Sierpes y te golpean los veintitantos, como si todos los años se te hicieran presente de un solo golpe certero.

Pablo Rodríguez. El testamento de esta Sevilla, sólo tú lo conoces. Tú sólo que dejaste atrás los perros y las carreras de la infancia en barrios destartalados; tú sólo que volviste mil noches en mil autobuses atestados de sombra; tú sólo que conoces el silencioso murmullo del río junto al puente de los siete nombres, cuando el tiempo era lento como la corriente y bello como un espejo de aguas.

Todo lo que ví: los bares de barrio, las sillas de enea, las jacarandas en flor de las avenidas. También los sudores del trabajo, el volante en el aire, el cirio. Os dejo los millones de nombres con que la amaron los poetas, los millones de exclamaciones a lo largo de los siglos, los lienzos, las notas de aquellas sinfonías de cincel y yunque, toda esa innumerable hueste que cruza sobre el puente de los años y rinde pleitesía a un sueño imposible.

Dirás que nunca me paré en esa Sevilla sueño, en esa Sevilla arcana; acaso me perdí con la Sevilla veleta, moneda desgastada y brillante que bien conoce la mano enguantada. La ilusión dura tan poco y es tan larga la pena… Todo es tuyo ahora. La Sevilla real que no cantó voz alguna, tesoro de reyes encerrado en un arcón de miserias.

Igual que hoy lo doy, ayer lo obtuve. Hijos de los que se fueron, seremos ahora fuera de nuestra tierra. Como ellos, tomaré camino. Dejaré atrás la plaza y la fuente, la torre y la azucena. Trocaré naranjos por una enseña alimentada de otros sueños, de otras gentes. Y Sevilla será aquella ilusión que hoy te doy pero que mañana devuelves. Porque no hay futuro en el mundo sevillano.

Como dijo un buen amigo: gratis lo recibí, dadlo gratis. Que sea así mientras pueda, a pesar de los pesares.

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