Cuando me dijo que había leído mi diario, accidentalmente (preparado sobre mi mesa, su nombre bien grande), supe que nuestra falta de responsabilidad nos llevaría a asumir que dejaríamos de formar parte de nuestras vidas, al menos como hasta ahora.

 

Aida Vílchez. Diarios. Anaïs Nin. (1931-1974).   Hace poco recuperé del fondo del armario dos bolsas llenas de diarios, el primero lo escribí en 1998. El último el que tengo sobre la mesa, con apenas diez páginas. Suficientes para encontrar restos. Amargas verdades a las que se enfrentó esa mañana.

Escribir un diario es una responsabilidad enorme. Anaïs Nin tuvo que esperar a que murieran varios de sus amigos, y hasta su propio marido, para poder publicar ciertos fragmentos. Empezó a escribirlos desde muy joven, tal vez una forma de huir, acercarse a un mundo creado exclusivamente para ella. Más tarde, su amigo y psicoanalista, Otto Rank, le recomienda que continúe escribiéndolos, como parte de una terapia de distracción a sus obsesiones. Y así hasta su muerte. Episodios de guerra, infidelidades, erotismo con y sin censura, juicios de venas abiertas y ojos cerrados, y palabras, muchas palabras.   

Me pregunto si realmente los diarios son escritos para ser leídos en futuro. Escribo para que lo sepan. Pasaron tantas cosas, pero las olvidé, porque en la página siguiente ya no tenían sentido alguno. Contar, enumerar, desafiar hasta lo más profundo la capacidad para expresar lo más íntimo, aun con el riesgo de ser descubierta o, peor aún, de chocarse inevitablemente con algo parecido a una verdad extremadamente delicada.

Es probable que escriba mis diarios a modo de terapia. Supongo que por acceder a ese espacio de intimidad, donde la libertad adquiere mayor fuerza que en cualquier otro espacio público (con las mentiras necesarias para hacer funcionar el motor), aunque nunca pueda llegar a serlo de forma absoluta. Pero, a pesar de este intento, jamás podré escribir toda la verdad. Imposible porque dolería demasiado. Nietzsche se preguntaba cuánta verdad somos capaces de soportar, pero en cualquier caso no quiso saberlo. Henry Miller (amante durante años de Anaïs Nin) quiso escribir toda la verdad, pero no pudo por más que se esforzó. Imposible y no aconsejable. Escondemos verdades que ni siquiera nosotros mismos seríamos capaces de afrontar sin perder la cabeza, y es en este espacio en el que se desatan los grandes dramas.

Al leer mi diario, pudo ver alguna verdad que yo pasé por alto, pero que él vivió como una verdad absoluta. Algo se ha roto para renacer en otra mentira. Él no me mirará igual. Yo seguiré con mi terapia.

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