De nuevo toca viajar. Abrirse a nuevas realidades, o quizás descubrirlas mejor. Me dirijo a Almería, donde me espera un compromiso literario de los que suelen colmar mi agenda y que me llevan de una punta a otra de Andalucía.

Cruzar toda la comunidad autónoma en coche te hace pensar en la extensa y diversa identidad de tu tierra. Supongo que ocurre en todas partes, pero ante una comunidad autónoma tan grande, lo más acertado fuera tomar de cada sitio lo mejor para ofrecer, verbigracia, un producto turístico integral capaz de atraer a todos.

Viajar a Almería es como ponerse a recorrer, de una sola vez, paisajes tan diversos como el desierto, la montaña, el bosque y la huerta de regadío, que en Almería se llama mar de plástico, mar de invernaderos. Venir hasta aquí es comprender cuántas oportunidades nos da la naturaleza y cuántas podemos buscarnos los hombres para medrar, para crecer, para ser más felices.

Vengo a Almería todos los finales de agosto, y me encuentro con una ciudad turística, que tiene muy poco que ofrecer en lo monumental pero que lo pone en bandeja para sus visitantes. Una ciudad que se inventó en el siglo XVI y que renació de su pobreza en el siglo XIX, convertida en la típica ciudad mediterránea, puerto de playa y vacaciones a la que su gente es fiel, y el que la conoce aprende la fidelidad del visitante enamorado.

Almería es el tópico del Indalo y del desierto de los indios de Tabernas, pero tiene mucho más entre sus calles estrechas y amplias avenidas. Tiene a los almerienses, que hacen una piña impresionante. Da igual haber nacido en Pulpí que en Adra, todos sienten por igual la nacencia y la patria chica, y no se pierden en divisiones de pueblos y comarcas que no llevan a nada.

Todo eso yo quisiera que lo tuviera Sevilla también, a la que muchas veces contemplo agotada y distraída, sin más que ofrecer que lo cien veces ofrecido. Momentos puntualmente brillantes, como el estreno del la Reina Juana de Concha Velasco la hacen relumbrar, pero luego regresa a su grisalla rutinaria y primorosamente bordada para que sea más sevillana todavía.

Sevilla tiene una Casa de Almería, magistralmente dirigida por Adelina Golbano, que hace sobrevivir la entidad con gran esfuerzo, superando la desidia de muchos y el despiste de las instituciones que podrían ayudar. Almería no tiene Casa de Sevilla. Quizás no la necesita, pero me parece significativo que los almerienses luchen en Sevilla y los sevillanos, muchas veces, no seamos capaces de defender lo nuestro con argumentos de peso.

Me gusta Almería, y disfruto mucho con sus cosas. En Sevilla me miran con extrañeza, y les parece más normal trabar contacto con cualquier provincia que con los almerienses. Me importa bien poco, y no pienso cambiar, porque Almería tiene mucho que enseñarme y no pienso negarle esa oportunidad.

Almería se abre al mar, y se siente mediterránea. Se sabe una pequeña puerta a la tierra dentro de esa inmensidad salada en la que el agua que pasa por Tarifa puede que en Turquía sea absorbida por la arena. Y no le asusta tal grandeza.
Yo quiero para Sevilla esa conciencia de lo pequeño, de lo accesorio. Por mucha capitalidad que tengamos, hemos de ser capaces de valorar lo que los más pequeños suman a la cuenta. No es mejor cliente el que paga más, sino el que trata mejor. Y en eso nos queda mucho que aprender.

A la rueda Sevilla, por lo que aún le queda por mejorar y elevar a la Torre Pelli de su nombre para que se amplíen visiones y perspectivas. A la rueda Almería, por tanto positivo y bueno que me devuelve siempre, para que muchos puedan conocer una tierra singular y amable. Almería, la playa y la alcazaba. Y mucho más. Todo por lo que le dicen el sexto continente.

Sevillano habilitado por nacimiento, ciudadano del mundo y hombre de pueblo de vocación. Licenciado en Historia del Arte que le pegó un pellizco a la gustosa masa de la antropología, y que acabó siendo...