manuel-visglerio-11-oct-2016

Hace unos días volví a leer un libro que me cautivó en mi juventud: ‘El árbol de la ciencia’ de Pío Baroja. A pesar de ser un libro publicado en el año 1911, yo lo tenía entre mis libros favoritos, supongo que porque, entonces, en plena transición, me sentí reflejado en el protagonista, Andrés Hurtado, un joven estudiante que comienza a plantearse su futuro y que, como casi todos los jóvenes, en todas las épocas, era un ser idealista, soñador, inconformista, un tanto revolucionario y atrapado en una permanente duda existencial; duda que en la obra acaba llevándolo a la angustia y al hastío.

Leído ahora, ‘El árbol de la ciencia’, me sigue resultando un gran libro, aunque ya no tan cautivador como me resultó en aquella mi primera lectura, tal vez, porque ya dejó uno de ser joven y esa visión romántica y fatalista del protagonista la tengo superada; y no porque comparta plenamente la cita de Bernard Shaw de que “la juventud es una enfermedad que se cura con los años”, sino porque la vida se ve de otra manera con el paso del tiempo a pesar de que la historia se repita una y otra vez.

Hay en la novela un pasaje que me ha llamado poderosamente la atención sobre la condición humana, y es cuando Baroja nos dice que ‘Andrés, se convenció de que la historia es una cosa vacía. Creyó, como, Schopenhauer, que el que lea con atención “Los nueve libros”, de Heródoto (Siglo IV A.C.), tiene todas las combinaciones posibles de crímenes, destronamientos, heroísmos e injusticias, bondades y maldades que puede suministrar la Historia’.

Algo de cierto debe haber en esta sentencia cuando, en pleno siglo XXI, siguen existiendo las mismas grandezas y las mismas miserias que en tiempos de Heródoto. Hace unos días, con motivo de la Bienal de Flamenco de Sevilla, en el jardín de la Torre de Don Fadrique me di de bruces, en un recoveco, con una estatua arrinconada del rey Fernando VII; estaba mutilada, porque le faltaban los antebrazos, pero, en general, parecía bien conservada y, a pesar de no estar sobre un pedestal, resultaba imponente. La estatua me hizo recordar la cita de Baroja sobre la vaciedad de la historia; aquel personaje, que llegó a ser aclamado y deseado por el pueblo, acabó su existencia odiado y despreciado y calificado como uno de los peores monarcas de la historia.

Tal vez, más de un personaje actual, con ínfulas de grandezas, debiera ver la estatua arrinconada de Fernando VII, junto a la Torre de Don Fadrique y reflexionar sobre el hecho de que aquella es, afortunadamente, una de las pocas torres que no han caído y convencerse de que son muy pocos los que han legado algo para la historia. De Fernando VII, nos quedan las farolas fernandinas que alumbran muchos de nuestros paseos y calles, de algún personaje seguramente sólo conservaremos el olvido. 

Hijo de un médico rural y de una modista. Tan de pueblo como los cardos y los terrones. Me he pasado, como aparejador, media vida entre hormigones, ladrillos y escayolas ayudando a construir en la tierra...