Alberto Ybarra es la luz al final del túnel para muchas hermanas de la Hermandad del Silencio que sueñan con algo tan simple como vestir ruán negro en la “Madrugá” más especial que esta ciudad tiene.

Mercedes Serrato. Siempre he dicho que soy afortunada en ese sentido. En mi hermandad de San Esteban, esta primavera de 2011 que muchos esperamos entre ensoñaciones otoñales se cumplirán veinticinco Martes Santo en que se permite a las hermanas acompañar a sus titulares revestidas de celeste  y crema. Son tantos martes como años tiene la arriba firmante. Sin embargo esta cifra no es igual a las veces que he vestido mi túnica con capa de barrio efímero.

A veces hay barreras invisibles, que no por ello son fáciles de traspasar. No culpo a nadie, imagino que sería cosa de una sociedad que sólo era moderna en la teoría, de una educación machista, de algo demasiado novedoso, de una extraña versión del respeto que mis padres se sacaron de la manga. No salí de nazareno hasta la edad de ocho años, tras mucho tiempo de súplica, y después de jurar y perjurar que me portaría bien, iría en mi sitio y no me quitaría el antifaz bajo ningún concepto. Podían salir mujeres “legalmente” pero a mí, aún siendo pequeña, me costó lo mío. Podría decirse que fue mi primera batalla contra el machismo.

Es una pena no tener en el recuerdo de los únicos Martes que me gustan, jornadas felices con un canasto de caramelos, o una varita con  Cruz de Malta y caña en la galleta. Sin embargo, mi hermano menor, desde el primer año pudo pasearse por la Puerta Carmona en su carro ataviado como las reglas mandan. Incluso tenía papeleta de sitio, sin procesionar, pero la tenía. Es curioso que él ni recuerde cuándo fue la primera vez que se vistió de nazareno, y a mí me costó sudores conseguirlo. A él no le exigieron la seriedad que yo, aún siendo muy niña, tuve que demostrar.

Después, paradojas de la vida, algunos años no he visto el Martes bajo un antifaz, bien por motivos de salud, bien porque he querido disfrutar de la cofradía en la calle, aunque siempre pienso que a mi manera me gané a pulso elegir qué año hago Estación de Penitencia y qué año no. Más paradójico aún es el hecho de que llegando a la edad de ocho años, que parece la edad rebelde en mi familia, mi hermano colgó su túnica crema. No ha vuelto a salir de nazareno. Prefiere acompañar a sus titulares de acólito, empezó con la bolsa del incienso, y ya porta orgulloso un cirial ante el palio de Los Desamparados. Reconozco que también a él le costó este cambio, era muy travieso y nadie pensó que sería formal para ese cargo.

En fin, lo dicho. A veces, por más que se modifiquen las reglas, hay algunas barreras que debemos sortear.

Volviendo al tema con el que abrí, les deseo suerte a las hermanas de la Madre y Maestra, en especial a mi buena amiga Ana Ruíz, que se ha ganado  con mucho esfuerzo llevar ese ruán. Y a las mujeres de la Quinta Angustia y el Santo Entierro, paciencia, todo llega, y llegará.

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Técnica Superior en Integración Social, Graduada en Trabajo Social, Especialista Universitaria en Mediación, Máster Oficial en Género e Igualdad. Actualmente Doctoranda en CC. Sociales; investigadora...