Empiezo a atesorar una edad en que ya puedo relatar hechos refiriéndolos como «Cuando era joven». Quizás, por hacerme un favor a mí, o a mi vanidad, podría matizar «Cuando era más joven».

La cuestión es que hace ya un tiempo razonable, en que teniendo menos años y una ilusión diferente crucé los muros del castillo romano donde mi amado Puccini sitúa la escena final de Tosca; el castillo de Sant’Angelo. Allí me di de bruces con lo inesperado, que tantas veces resulta lo mejor; una exposición temporal sobre la figura de Antinoo. Tal vez mucha gente se pregunta quien era ese; las mentes más cultivadas, que no era el caso de la mía, ya sabrán que hablo del joven griego, amante del emperador Adriano, a quien este encumbró como deidad al no poder superar el trauma de la muerte del chico, creándole un culto propio, templos, una ciudad y todo un mundo de reproducciones plásticas que repitieran su bella figura. La verdad es que si volviera hoy a esa exposición, no sé que interpretaría, ahora que soy vieja y aunque no sabia, he intentado descifrar algunas claves sobre el sexo, el género, las identidades y las orientaciones sexuales.

Me enfrenté hace unos meses al bestseller de Marguerite Yourcenar, Memorias de Adriano. Dicho libro, hará un par de décadas, fue popularizado por el icónico felipismo, cuando González en una entrevista comentó que andaba en esa lectura y media España corrió a ver que había entre aquellas páginas. Hoy que Felipe ya no es Felipe y que ese libro no está de moda, me alegro de haberlo leído. Me alegro aunque tuve que interrumpir su lectura porque en principio se me hizo infumable. De hecho, pasados los dos primeros párrafos deseé que alguien entrara en la habitación del emperador y lo asfixiara con su imperial almohada… Luego le fui cogiendo el punto, en parte cuando Antinoo entró en escena, renovando mi curiosidad lejana.

Al final del libro hay unas extensas aclaraciones de la autora. En ellas empecé a ver que a ella le había costado más escribirlo que a mí leerlo. El proyecto fue comenzado infinidad de veces, igual que abandonado, e incluso algo olvidado. No es para menos. Poner en pie unas memorias imperiales de esta magnitud, con la profundidad sentimental e histórica que la obra requiere, es casi el esfuerzo de resucitar a Adriano. Debe ser complicado simplemente hacerse un esquema mental de lo que la obra requiere, antes de ponerse a trabajar.

Pero ella consiguió llevarlo a cabo magistralmente, de modo que logra volver a dar vida al gran hombre nacido por estos lares.

Las cenizas de Adriano pasaron un considerable puñado de años en aquel castillo que él erigió como mausoleo y que los siglos y las guerras modificaron. No era casual que en ese eco del pasado situaran aquella exposición de cuando los hombres eran dioses, las mujeres eran lo que se les dejaba y un hermoso chico griego podía ser el desvelo y la obsesión de un emperador, que ahora, gracias a una gran mujer que lo supo poner en pie, entiendo algo mejor.

Técnica Superior en Integración Social, Graduada en Trabajo Social, Especialista Universitaria en Mediación, Máster Oficial en Género e Igualdad. Actualmente Doctoranda en CC. Sociales; investigadora...