Y qué si levanto la voz, por Belén Zurbano

La terraza de la cocina da a un patio; bueno, más que un patio es un pasillo alargado entre hileras de bloques en paralelo. En las silenciosas noches de domingo se oye un piano; alguien repite las mismas partituras domingo tras domingo. Yo conozco a ese alguien, lo he visto por la ventana.

Belén Zurbano Berenguer. Es un muchacho de aspecto nada pusilánime que viste suéteres de la marca de moda y fuma hierba a escondidas en la ventana. Andaba yo escuchándolo, un cigarro casi consumido entre mis dedos, cuando sonó el teléfono: Soy yo.

– ¿Y quién es yo?

– Alegría

– Hola Alegría, ¿Cómo estás? Andaba preguntándome por dónde te habías metido. Te echaba de menos.

– Por ahí, con unos y con otros. Ya sabes, va por turnos. Y tú, ¿qué tal?

– Pues bien. Aquí coqueteando con la tranquilidad y el misterio. La tranquilidad llega en forma de notas musicales hasta mis oídos y se cuela en forma de sueños en mi corazón. El misterio es intriga y me intriga mucho el humo de un porro, un suéter Adidas rojo y una cara nada pusilánime. Curioso, a veces el misterio se mezcla con los sueños de mi tranquilidad.

– A ver, Miedo, el misterio misterio es, pero deja de ser tal al descubrirlo, al desenmascararlo, y entonces, con las palmas hacia arriba y las manos abiertas te muestra la verdad el misterio. Quizá entonces tus sueños se diluyan en esa verdad y tu tranquilidad desaparezca. Quizá no.

– Bueno Alegría, siento dejarte. Gracias. La cena está en la mesa, mi verdad en el plato y no se si coger la cuchara o el tenedor.

– Adiós Miedo.

Él- ¿Un poco más de ensalada? Te ha salido riquísima. Y esa obsesión tuya de cortarlo todo en trozos tan pequeños… cómo intentando encasillar cada sentimiento, ordenándolo y etiquetándolo, cuando en realidad te mueres por dejar entrar a la locura en tu vida, rompiendo los tabiques de tu racionalidad. Eres fuerte, lo sé, pero no de hierro.

Y ahí estás, sentada frente a mí, al otro lado de la mesa, siempre tan cerca, siempre tan lejos. Y no sé si abrazarte o dejarte ir, no soy tan fuerte cómo tú. Lo descubrí esta mañana. He ido a la piscina, me he vestido para la batalla, he ajustado mis armas y me he enfrentado a ti. Nadaba a buen ritmo, brazo izquierdo, brazo derecho. Tú en mi cabeza. A cada brazada sentía alcanzarte, acortar esa distancia que nos separa, ese abismo de tiempo, pero por más que nadaba no conseguía tocarte. Después de una hora tomé una ducha caliente, me senté en el banco del vestuario sintiendo mi cuerpo roto y mi alma desecha.

Ella- ¡Pero qué tonterías estas diciendo! Yo no corto la ensalada en trozos pequeños porque sea el reflejo de la forma de enfrentarme a mis sentimientos. Lo hago porque es más fácil para mí comerla con cuchara, ya sabes que nunca fui demasiado hábil con el tenedor. Eres un capullo, un paranoico, y sé lo que digo porque conozco bien a Paranoia. Y sí, quiero más ensalada.

Él- Toma. Te he preparado el bocado perfecto: un trozo de lechuga, un poco de tomate, maíz, pimiento, y para cerrar la brocheta de mi tenedor, medio espárrago. Abre la boca. Ya verás, son sentimientos imposibles de identificar por separado pero que forman una locura de sabor exquisito.

Cruzamos la mirada, él me sonríe y yo correspondo sin pensar. A veces la sonrisa es un protocolo social, un gesto aprendido de buenos modales, al igual que el correcto uso del tenedor. Pero a la sonrisa no me he rebelado aún. Lo haré, pero cómo no tengo decidido el camino a tomar, mejor no dar un paso. Y sonreír es la mejor manera de que nada pase. A veces no, casi siempre, la sonrisa es un protocolo social. Ésta vez no. Esta sonrisa el precedente educado de un deseo.

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