La frenética actividad periodística a la que hemos estado expuestos durante los últimos meses en España nos ha conducido a un estado de saturación mental tan acusado que, aún a riesgo de caer en la frivolidad, todos deberíamos tomarnos un merecido descanso.

Tras un curso apresurado de macroeconomía para dummies pero al revés, es decir, cuanto más enrevesada sea la terminología utilizada más posibilidades existen para mantener a la ciudadanía en la inopia; y una sucesión de escándalos políticos que han alterado hasta a los más pusilánimes, parece haber llegado la hora de hacer una ejercicio colectivo de relajación si para septiembre queremos seguir manteniendo un grado de cordura apto para estos tiempos que corren.

Así pues, el primer requisito imprescindible es desconectar todo aquello que pueda producir ruido ambiental. O lo que es lo mismo, todo medio de comunicación digital o analógico que, a pesar del bochorno insostenible de Agosto, se empecina en informar acerca de una actualidad que nos comienza a sonar lejana. De hecho, se debería proponer la celebración de un día (o una semana) sin periódicos, ni programación televisiva, ni boletines radiofónicos, ni Twitter, ni siquiera columnistas demasiado preocupados por la realidad; un día sin periodismo. Aunque ello fuese acompañado, como no podía ser de otra forma, de un apagón global de hechos noticiosos.

Imagínense que las cerraduras de los edificios de la Bolsa de todo el mundo fuesen saboteadas coordinadamente, que los Bancos Centrales se quedasen sin suministro eléctrico, que los políticos de turno se enfrentase a salas de prensa desiertas, que los supermercados españoles celebrasen jornadas de puertas abiertas y cientos de Robin Hood barbudos pudiesen expropiar la comida necesaria para paliar el hambre de aquellas familias sin sustento. Y que, al fin, una marea de ilusión barriese ese pesimismo que impregna nuestros apesadumbrados espíritus.

Una vez superada la primera condición y liberado el pensamiento de la neurosis colectiva que nos atenaza, conviene pararse en seco, mirar a nuestro alrededor, aspirar hondamente y soltar el aire muy despacio, ya sea en el ambiente asfixiante de una playa atestada de cuerpos bronceados, en la plácida atmósfera de un bosque o incendiado por el calor del pavimento urbano. Da igual. Lo que realmente importa es tomar consciencia del lugar que en ese momento ocupas en el mundo, más allá de la angustia forzada por el exterior.

Todo ser humano merece unas vacaciones. Y no me refiero a esa sistematizada y en cierto modo estresante forma de ocio que conduce a cientos de miles de personas a un mismo lugar con la vana esperanza de un descanso menos físico que mental. Estoy pensando en ese instante en el que sientes cómo te desvaneces en un estado de paz efímera fruto del aislamiento con el mundo, de todo aquello accesorio que rellena insustancialmente nuestra cotidianeidad, y al fin te percatas de lo dulce que puede llegar a ser la vida mirando desde dentro hacia afuera.

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