manuel-visglerio-9-mayo-2017

Hace unos días supimos de un acto vandálico que había sufrido el monumento a Gustavo Bécquer sito en el parque de María Luisa. Los bárbaros amputaron los dedos de la mano de una de las tres figuras femeninas, realizadas en mármol por Lorenzo Coullaut Valera, sobrino del escritor Juan Valera, que representan los tres estados del amor: el “amor ilusionado”, el “amor poseído” y el “amor perdido”.

No es el primer ataque que sufre el conjunto escultórico, en otras ocasiones ha sufrido pintadas y hasta destrozos, como cuando destruyeron un anaquel de mármol del que en algún momento se pudieron tomar libros para leer las obras de Bécquer.

Cuando uno se entera de estas cosas lo primero que siente es pena; antes incluso que la indignación por este tipo de actos, lo primero que yo he sentido es pena de que haya quien desprecie la belleza que encierra el monumento y todo lo que representa, por el mero placer de destruir.

El destrozo de la escultura no cataloga al cafre porque seguro que es del espécimen que destroza una estatua igual que arranca una papelera, o pisotea un jardín y troncha un pequeño árbol, lo que define a esta alimaña urbana es  la sociedad en la que vive. Una sociedad que cierra los parques bajo llave para protegerlos.

El vandalismo no es un  problema ideológico, aunque vaya usted a saber si hay alguna secta satánica contra el amor becqueriano, es un problema de educación. Este tipo de atentados contra el arte, históricamente, eran propios del fanatismo político y religioso. La religión que lograba imponerse, generalmente, borraba todo rastro de la anterior y no se planteaban dilemas morales a la hora de arrasar el patrimonio artístico. Recuerdo que hace quinces años los talibanes afganos hicieron volar por los aires dos colosales estatuas de Buda, del siglo IV, esculpidas en la roca, por puro fanatismo religioso y, hace poco, el ISIS, el Estado Islámico, ha destruido las ruinas de la ciudad romana de Palmira, por la misma cerrazón religiosa. Aquí también hicimos de las nuestras derribando iglesias visigóticas para construir mezquitas y asolamos mezquitas para construir catedrales.

Con esto no pretendo decir que la intolerancia justifique ciertos hechos, pero si los explica. A otra escala, el vandalismo urbano no tiene más explicación que el fracaso del sistema educativo. Hay una parte de la sociedad que, como dicen los versos de Antonio Machado”: “… desprecia cuanto ignora”. Si el sistema educativo no funciona y sigue provocando tanto fracaso escolar, cómo vamos a evitar que muchos jóvenes sólo vean piedras y chatarra en el monumento a Bécquer, en lugar de ver belleza y armonía.

Dije antes que el problema no es ideológico pero quizás me excedí en el aserto porque sólo la paranoia política es responsable de que los distintos partidos lleven años tirándose a la cara leyes de educación mientras sus continuos fracasos engendran estas anomalías sociales.

Qué podemos esperar del vándalo que durante la feria pasó por el Parque de María Luisa, seguramente en cuadrilla porque no suelen actuar solos, si no tuvo la suerte de que alguien, en el sistema educativo, le enseñara a amar el arte que encierran las rimas bequerianas.

Me temo que en nuestra sociedad, mientras todo siga igual, seguirá habiendo personas que piensen que las cosas públicas no son de nadie y que, por lo tanto, pueden hacer con ellas su santa voluntad. Mientras esto dure, me temo que tendremos que seguir poniendo  candados en los parques.  

Hijo de un médico rural y de una modista. Tan de pueblo como los cardos y los terrones. Me he pasado, como aparejador, media vida entre hormigones, ladrillos y escayolas ayudando a construir en la tierra...