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Durante el curso académico intento ir todo lo posible al cine, pero siempre me pierdo un cuantioso número de películas buenas, o al menos, interesantes. No me remuerde del todo la conciencia pues eso hace más placentero el estío con sus visitas al cine de verano del patio de la Diputación, uno de los pocos sitios de esta ciudad donde el calor no te anima a suicidarte.

De hecho, uno de mis recuerdos infantiles más antiguos, es quedarme dormida en las sillas naranja de algún cine de verano, tras haber comido pescado frito… Ahora me mantengo despierta y no hay costumbre de consumir eso en el cine, aunque no es descartable.

La última película que he visto es la oscarizada «Spotlight».

La cinta transcurre en Boston, una ciudad que en el retrato presentado en esta historia, me ha recordado sorprendentemente a Sevilla, y no porque beban cerveza a todas horas. Es más una cuestión ambiental, probablemente social.

El catolicismo, cuando vertebra una sociedad, establece rápidamente un sistema muy similar y extrapolable a cualquier urbe. Si luego la ciudadanía es más o menos practicante a nivel religioso, lo mismo da. Lo importante es el orden de las cosas que se llega a establecer, los apellidos, los colegios, los barrios, las asociaciones…

La estructura llega a crear una corteza tan dura, férrea e impermeable, que se hace complicado tan siquiera tocar alguno de sus cimientos, por torcidos o podridos que estos estén.  La dificultad de investigar o sacar a la luz ciertas realidades incómodas no estriba en los clásicos peligros que plantean este tipo de filmes; amenazas en plan mafioso, anónimos en el buzón o coches que explotan. La realidad es siempre menos espectacular aunque más dura.

Las ciudades como Boston, o como Sevilla, generan sus mecanismos de luz y sombra, de visibilidad e invisibilidad, dejando a un lado los recursos de pelis de acción, e introduciendo a algún tipo afable, un amigo o un compadre, que paternalistamente te aconseja, con la mejor de las intenciones, no meterte en nada.

Y así pasa el tiempo, pasan los años, pasan las historias y las injusticias. Pequeñas noticias fugaces aquí y allá; temas en los que no se profundiza a nivel periodístico, porque no son cómodos, porque desafían demasiado a las castas establecidas. Hasta que un día se pone pie en pared, todo salta por los aires y acabas haciendo una película entretenida basada en hechos reales, con la que se logran unas cuantas estatuillas.

No soy precisamente la persona más conocedora de los trapos sucios y los subsuelos mugrientos de esta ciudad, pero a menudo, me entran escalofríos cuando pienso a cuanto presunto mal nacido tenemos acogido y recogido en el seno de esas asociaciones tan buenas y fraternales como son las cofradías. Si yo, sin pretenderlo, sin investigar ni rebuscar, conozco tres casos de personas que han abusado de menores ¿a cuánto ascenderá la cifra de casos que desconozco? ¿Cuánto dolor estamos enterrando de mala manera por obra o por omisión?

Sevilla no es Boston, no sé cómo he podido ni pensarlo. Aquí, aún, y probablemente por muchos años, a nadie le va a entrar el ataque de valentía que haría ir un poco más allá en esas realidades que, al sur del sur, en la Tierra de María Santísima, no gusta del todo comentar.

Técnica Superior en Integración Social, Graduada en Trabajo Social, Especialista Universitaria en Mediación, Máster Oficial en Género e Igualdad. Actualmente Doctoranda en CC. Sociales; investigadora...