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Entre avenidas silenciosas y edificios de acero que recuerdan la Sevilla futurista de 1992, hay un rincón donde aún suena el rumor del agua. No es un espejismo ni un recuerdo, sino el antiguo Pabellón de Mónaco de la Expo 92, transformado hoy en un espacio único: la Estación de Ecología Acuática “Príncipe Alberto I de Mónaco”, gestionada por EMASESA.
Lejos de ser un pabellón más, el de Mónaco fue uno de los más singulares de la muestra universal. Su diseño, obra del arquitecto Fabrice Notari, unía el espíritu marítimo del Principado con la tecnología que entonces fascinaba al mundo. En sus más de 1.400 metros cuadrados de superficie construida, los visitantes se adentraban en un ambiente azul, envueltos por el sonido del mar, donde el pequeño estado mediterráneo mostraba su compromiso con la investigación oceanográfica y la protección del medio ambiente.

Treinta años después, el edificio sigue en pie en la Isla de la Cartuja, aunque su contenido ha cambiado tanto como la ciudad que lo rodea. Donde antes había paneles interactivos y pantallas sobre los ecosistemas marinos, hoy se encuentra un impresionante acuario de 400.000 litros de agua, con un túnel de trece metros que permite observar de cerca la flora y la fauna del río Guadalquivir.
Convertido en laboratorio vivo de investigación y educación ambiental, este pabellón ha pasado de representar al mar a custodiar el río que dio origen a Sevilla. La estación alberga también programas de seguimiento de especies, proyectos sobre la calidad del agua y visitas divulgativas para colegios y grupos, aunque siempre con acceso restringido y previa cita.
A simple vista, su aspecto apenas ha cambiado: mantiene su estructura metálica, su geometría marina y el brillo de sus paneles que reflejan la luz del sol como si fueran olas. Pero su significado se ha transformado por completo. Si en 1992 simbolizaba el vínculo entre Mónaco y el Mediterráneo, hoy representa la conexión entre Sevilla y su propio cauce, un recordatorio de que la ciudad nació del agua y sigue viviendo junto a ella.
El antiguo pabellón de Mónaco es, en definitiva, uno de esos tesoros discretos que han sobrevivido al paso del tiempo. Un edificio que cambió de bandera pero no de propósito: seguir hablando del agua, de la vida que fluye, y de cómo el futuro que soñó la Expo aún late —silencioso y azul— entre los muros de la Cartuja.
