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En Sevilla hay templos que se anuncian desde lejos, con torres que cortan el cielo y fachadas que detienen la mirada. Y hay otros que prefieren esconderse. La iglesia de Santa María la Blanca, en pleno barrio de San Bartolomé, pertenece a estos últimos: un lugar discreto, encajado entre casas encaladas, bares y macetas, que muchos cruzan sin saber lo que guardan sus muros.
Nada en su exterior hace imaginar lo que espera dentro. Su fachada modesta, sin campanario ni grandes portones, apenas insinúa la riqueza barroca que deslumbra tras la puerta. El interior es un estallido de blancos, dorados y yeserías, con bóvedas que parecen flotar y ángeles que emergen de las paredes. Una obra maestra del siglo XVII, cuando la Sevilla de las Indias aún respiraba opulencia y fe.
Pero si su belleza sorprende, su historia lo hace aún más. Antes de ser iglesia, este edificio fue sinagoga, y antes, mezquita. En sus cimientos se superponen tres religiones y más de ocho siglos de historia. Bajo la decoración barroca descansan restos de la antigua judería sevillana, testigo de la convivencia —y también del dolor— que marcó la ciudad medieval.
Durante siglos, nadie recordó que aquel templo barroco había sido antes casa de oración judía. No fue hasta las excavaciones arqueológicas recientes cuando se confirmó lo que algunos sospechaban: bajo el estuco y el oro, Santa María la Blanca conserva el alma de una sinagoga y el rastro de una antigua mezquita.
Quizás por eso este lugar emociona tanto. Porque su belleza no impone, sino que se revela poco a poco. Porque demuestra que la historia de Sevilla no solo se escribe en sus grandes monumentos, sino también en sus rincones discretos, donde las piedras cambiaron de credo y los altares de dueño.
Santa María la Blanca sigue siendo una joya oculta. Una iglesia que no presume, pero que encierra siglos de fe, arte y memoria. Y que, a pesar de su historia prodigiosa, continúa pasando casi inadvertida para turistas y sevillanos.
