Entre los vestigios de la Exposición Universal de Sevilla de 1992, hay un edificio que parece más un templo ancestral que un pabellón internacional. Es el Pabellón de Hungría, una joya arquitectónica que desafía el paso del tiempo y la homogeneidad de las construcciones modernas en la Isla de la Cartuja.

Una catedral de madera en pleno corazón de Sevilla

Diseñado por el arquitecto Imre Makovecz, figura clave de la arquitectura orgánica húngara, el pabellón fue concebido como una metáfora del alma de su país. Frente a la rigidez del acero y el vidrio que dominaban la Expo, Makovecz apostó por un edificio de madera, tejas de pizarra y formas vivas, inspirado en las iglesias rurales de Transilvania.

Su silueta recuerda a una nave invertida, con una cubierta que evoca la quilla de un barco y siete torres campanarias que emergen como guardianes del cielo sevillano. En su interior, durante la exposición, se mostraba una fusión de tradición, mitología y tecnología húngara, envuelta en una atmósfera casi espiritual.

El milagro de un edificio efímero

El Pabellón de Hungría fue concebido como una construcción temporal, destinada a desaparecer tras el cierre de la Expo. Sin embargo, su belleza singular y su carga simbólica hicieron imposible su demolición. Con el paso de los años, y tras periodos de abandono, el edificio fue restaurado y consolidado, convirtiéndose en uno de los pocos pabellones que aún se mantienen en pie prácticamente intactos.

Hoy, su fachada oscura y sus formas curvadas contrastan con las líneas modernas del Parque Científico y Tecnológico de la Cartuja, recordando a los viandantes que la Expo’92 también fue un espacio de arte y espiritualidad, no solo de innovación técnica.

Un símbolo vivo del legado de la Expo

El Pabellón de Hungría no solo es un vestigio arquitectónico, sino un símbolo de resistencia cultural. Su diseño, cargado de referencias a la naturaleza y a la mitología húngara, representa una forma de entender la arquitectura como un organismo vivo, en diálogo con el entorno.

Cada tabla, cada curva y cada torre parecen contar una historia: la de un país que quiso presentarse al mundo desde su identidad más profunda. En un recinto que apostaba por el futuro, Makovecz levantó un edificio que hablaba del alma, las raíces y la memoria. Tres décadas después, el Pabellón de Hungría sigue en pie, desafiando al tiempo y recordando que la madera, cuando se cuida, puede ser tan eterna como el hormigón.