En pleno corazón del barrio de San Gil, junto a la plaza que lleva su nombre, se levanta un edificio tan singular como controvertido: el Palacio del Pumarejo. Lo que en el siglo XVIII nació como la residencia de un rico comerciante indiano, Pedro Pumarejo, es hoy un ejemplo vivo de cómo la historia, la arquitectura y la vida vecinal pueden entrelazarse en un mismo espacio.

El palacio fue levantado hacia 1773 y pronto destacó por su monumentalidad. Sus dos patios, uno noble con columnas de caoba de Cuba y otro de servicio más sobrio, su portada barroca con balcones ornamentados y los zócalos de azulejos mudéjares daban cuenta de la ambición de su promotor. Incluso se llegó a derribar parte de las casas colindantes para abrir la plaza y dotar al edificio de mayor presencia urbana.

Pero con el paso del tiempo, la casa-palacio fue perdiendo esplendor. Se convirtió en casa de vecinos, albergó comercios, talleres e incluso una escuela, hasta caer en un acusado deterioro que le valió la inclusión en la Lista Roja del patrimonio en peligro de Hispania Nostra. Desde entonces, el Pumarejo ha sido símbolo de resistencia y de lucha vecinal: gracias a la presión ciudadana, el edificio no fue vendido para usos privados y hoy pertenece al Ayuntamiento de Sevilla.

En la actualidad, el Pumarejo sigue siendo un espacio habitado y lleno de vida comunitaria, con un centro vecinal que organiza actividades sociales y culturales. Sin embargo, su estado de conservación continúa siendo delicado: humedades, grietas y estructuras debilitadas recuerdan que su rehabilitación integral es una necesidad urgente. Declarado Bien de Interés Cultural desde 2003, el edificio aguarda una restauración a gran escala que devuelva a sus muros parte del esplendor perdido y que garantice su uso social para las generaciones futuras.

El Pumarejo no es solo un palacio en ruinas; es un lugar donde conviven la memoria de la Sevilla barroca, la vida cotidiana de sus vecinos y el pulso de un barrio que no quiere renunciar a uno de sus emblemas más queridos.