Durante buena parte del siglo XX, Sevilla, ciudad sin costa, tuvo su propia playa. No era de arena blanca ni olas saladas, pero cumplía con lo esencial: agua, sombra y un rincón para escapar del calor sofocante. Esa playa se llamaba María Trifulca y se extendía a orillas del Guadalquivir a su paso por Sevilla, justo donde hoy se encuentra el Puente del Centenario.

Situada entre los barrios de Heliópolis y Tablada, esta zona de baño improvisada se convirtió en uno de los espacios más populares para las clases trabajadoras de la ciudad durante las décadas de 1940 y 1950. La ciudad crecía, el calor apretaba y pocos podían permitirse unas vacaciones en la costa. El río, entonces más accesible y menos vigilado, se convirtió en el refugio natural de quienes buscaban un poco de alivio.

La playa tenía dos orillas bien diferenciadas. Una, más cercana a Heliópolis, era frecuentada por familias y pandillas de amigos; la otra, junto al Cortijo del Batán, albergaba un ambiente más diverso y menos controlado, donde se mezclaban vecinos de distintos puntos de la ciudad. Aunque no había socorristas, chiringuitos ni sombrillas alineadas, el espacio era suyo, ganado al río con toallas, bocadillos envueltos en papel de periódico y bicicletas apoyadas contra los árboles.

El nombre de María Trifulca evoca cierta ironía y ternura. No hay consenso sobre su origen exacto, pero el apodo encierra ese aire popular que define muchas tradiciones orales sevillanas. Algunos sostienen que se debe al carácter bullicioso del lugar; otros lo relacionan con historias locales ya difuminadas por el tiempo. Lo cierto es que, para muchos sevillanos, ir a la playa de María Trifulca era sinónimo de veraneo sin salir de Sevilla.

Con la llegada del desarrollo urbano y las restricciones al baño en el Guadalquivir, la playa desapareció. El espacio fue ocupado por infraestructuras modernas y la memoria de María Trifulca se fue desdibujando, como tantas otras costumbres que no dejaron rastro más allá del recuerdo colectivo.

Hoy, cuando se habla de calor en Sevilla, pocos imaginan que hubo un tiempo en que el río no solo dividía la ciudad, sino que también la unía en torno al descanso, la convivencia y el juego. María Trifulca no figura en las guías turísticas ni tiene placa conmemorativa, pero sigue viva en las anécdotas de quienes, alguna vez, encontraron en sus aguas la manera más sencilla de ser felices.