Hacienda Ibarburu

En plena campiña nazarena, junto a la antigua Nacional IV, se esconde un gigante dormido. La Hacienda Ibarburu, antaño símbolo del esplendor olivarero sevillano, hoy languidece entre ruinas, expolios y silencios. Su fachada rojiza aún parece querer imponer respeto, pero basta asomarse a su interior para descubrir que el tiempo, el abandono y el fuego han hecho de las suyas.

Un pasado de grandeza

Levantada en el siglo XVII sobre una heredad de viña y olivar, fue adquirida en 1702 por Lorenzo Ignacio de Ibarburu, un comerciante vasco que dejó su nombre grabado para siempre en la historia de Dos Hermanas. A lo largo del XVIII, la finca se transformó en una de las haciendas de olivar más destacadas de la comarca, con patios perfectamente estructurados, capilla propia, señorío y zonas de labor que convivían bajo un mismo techo.

La portada principal, con arco de medio punto y espadaña, servía de carta de presentación a todo aquel que cruzaba sus muros. Dicen que el color almagra de sus fachadas brillaba con el sol de mediodía, recordando a quienes pasaban por el camino que allí dentro se producía el «oro líquido» que daba riqueza a Sevilla: el aceite de oliva.

Del esplendor al abandono

Lo que un día fue símbolo de prosperidad es hoy una sombra de sí mismo. Sin cuidadores desde 2017, la Hacienda Ibarburu ha sufrido robos, incendios y derrumbes. El 70 % de sus techumbres ha desaparecido, las yeserías se han perdido y la capilla, que albergaba imágenes y retablos, ha sido devastada.

Los amantes del patrimonio la conocen bien porque figura en la Lista Roja de Hispania Nostra, donde se incluyen los bienes en riesgo de desaparición. Y no es para menos: pese a estar declarada Bien de Interés Cultural (BIC) desde 2002, apenas ha recibido actuaciones de conservación.

El fantasma de un futuro incierto

Curiosamente, mientras Ibarburu se desmorona, otras haciendas sevillanas han encontrado nuevos destinos: hoteles de lujo, centros culturales, espacios para bodas. Pero aquí el enigma es mayor. La propiedad fragmentada, la presión urbanística y la falta de planes concretos han convertido a la hacienda en un rompecabezas sin solución inmediata.

El resultado es un escenario casi fantasmal. Entre los muros derruidos aún resuenan las pisadas de mulos y el eco de los lagares. El visitante que se acerque verá columnas truncadas, arcos a medio caer y grafitis donde antes hubo frescos. Una metáfora de cómo el pasado, cuando se olvida, se convierte en escombro.