La otra tarde, poniendo orden y concierto en mi habitación, rescaté este ejemplar del libro de Woody Allen, justo al borde de la estantería, como desafiando qué sé yo, y recordé algo que me contaron. Aida Vílchez. “Cómo acabar de una vez por todas con la cultura”. Woody Allen. La historia es la siguiente: una vieja conocida mía coincide el verano pasado en una fiesta, no recuerdo bien dónde, con un matemático obsesionado con los números primos y los caramelos extrafuertes de lima, porque si le toca uno de naranja lo rechaza con agriado e iracundo gesto. Ella se muestra indiferente, tratando de enseñar, como quien no quiere la cosa, un ejemplar de “El ser y la nada” -en francés- que sostiene bajo el brazo.

Él trata de impresionarla tocando un nocturno de Chopin en un teclado para niños que emite un sonido espeluznante. Más tarde, Kebab y aceite en mano, se sorprenden al descubrir que recuerdan a la perfección el guión de “Las doce pruebas” de Astérix y Obélix. Ríen un poco por Osiris y por Apis y él le anuncia que a la mañana siguiente debe volver a su ciudad.

Casualmente, hará como cosa de un par de meses, vuelven a coincidir. Recuerdan el guión de “Las doce pruebas” y, tras lanzar con furia un caramelo extrafuerte de limón al otro lado de la calle, éste le advierte que al día siguiente retorna al estudio de los números. Pero esta vez prometen escribirse.

Así empiezan una apasionante correspondencia en la que intercambian dibujos de hipnotizadores egipcios, citas imposibles a las tres de la mañana en un club de París para ir a escuchar a Coltrane, fractales, palíndromos, trágicos finales mitológicos y una larga lista de remedios para tratar de hacer frente a las enfermedades imaginarias.
  
Una mañana, ella descubre que ha dormido con un cajón del armario abierto, porque leyendo su carta la noche anterior se quedó sonriendo sin advertir semejante peligro para el destino de alguno de los suyos. Cuando se lo cuenta a él en su respuesta, éste confiesa entre sollozos que no alineó las zapatillas antes de acostarse. La euforia que produce tales acontecimientos los lleva a concretar una cita que, por supuesto, habría de ser al estilo “Casablanca”.
  
Antes de subir al tren él repasa el guión, algo afligido porque tal vez hubiera sido mejor no afeitarse. Ella, que pudo dormir toda la noche porque la farmacia de guardia le queda cerca de su apartamento, ensaya una postura artificial y sofisticada en el banco de la estación. El reencuentro es apasionante. No hablan por miedo a tartamudear, pero sonríen educadamente. Por fin, dos horas más tarde, él se atreve a enumerar las formas de decir la palabra “alcaparra” en diferentes idiomas. Hoy, felices, sueñan con el día en que puedan presentarse a sus respectivos psicoanalistas.

Esa misma noche, después de escuchar la historia, olvidé tomar el tranxilium. Tanta emoción me hizo pensar que la muerte está muerta y no viva y que, pese a algún que otro pitido en el oído izquierdo, o el hueso de pollo invisible atravesado en mi garganta, hay historias preciosas por las que merece la pena pisar de vez en cuando la raya blanca de los pasos de cebra, o levantarse para comprobar tan sólo tres veces que cerraste bien la llave del gas.

Si usted es de los que sueña con besos made in Hollywood, imagina las vidas de la gente que le rodea en el autobús o trata de llegar a la farola antes de que le adelante el coche que escucha sin verlo detrás de usted, no deje de leer este libro, porque el ser humano es sorprendente, porque “alcaparra” en francés se dice “câpre”, y porque existe cierto orden en el azar de los números primos…
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