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Hoy me he levantado nostálgico. Sí, como añorando y recordando aquellos tiempos en los que yo no era quien soy ahora, pero sí empezaba a barruntarse lo que había de ser mañana, perdón, hoy. ¡Toma epanadiplosis! Y ustedes dirán: ¿Miarma, eso qué es? Pues empezar y terminar con la misma palabra un verso, una frase y un discurso. Y como parecía este inicio de párrafo un poema de Gil de Biedma, me he permitido el lujo y el privilegio de evocarlo.

Lo que decía (disculpen ustedes la perífrasis). Que me he levantado yo memorando el jovenzuelo que fui y que una vez, atrevida y osadamente, se sentó en el aula XXIII de la facultad de Geografía e Historia de la Hispalense (que no me la muevan, que está bien donde está). Allí, una profesora, Rosario Marchena, no de las relumbronas ni de los que salen constantemente en los periódicos de gama alta de la ciudad, sino de las discretas, empezó a descubrirme un mundo increíble: la historia del arte antiguo.

El mismo primer día de clase, a «las ocho de la mañana» más oscura y remota que recuerdo, nos puso frente a un mapa del Antiguo Egipto, explicándonos las divisiones, los períodos, las crecidas del Nilo… Poco a poco me fue pareciendo apasionante. Al principio me costó, quizás un poco menos que a todos los que, habiendo mamado de los pechos de la Sevilla cofradiera buscan en la Historia del Arte madera policromada, bastos retablos y poco más. Quizás yo por eso me acabé enamorando de la vanguardia europea, porque a Sevilla mejor «no agobiarla con mi antología de sábanas frías y alcobas vacías», que ya saben ustedes bien quién lo cantaba.

Rosario Marchena Hidalgo, especialista en miniaturas medievales, con esa habilidad de reciclaje que tienen los buenos maestros, nos llevó a un tiempo distinto. Y allí, con ella de la mano, conocí, para no olvidarlo más después, el hallazgo de la tumba de Tut-Ank-Amón, que lo escribo así para no echar al pozo los dinerales que mi omaíta se gastó en la universidad. Rosario Marchena, con los ojos totalmente abiertos, supo imprimir en mí la cara de Howard Carter cuando, alumbrando como podía un butrón en aquella tumba recién descubierta, pronunció aquel célebre: «Yes, wonderful things» que abriría una nueva etapa en la historiografía del arte egipcio.

Esto de la campaña electoral y el desfile de políticos por programas y debates de diversa monta ha venido a coincidir con el levantamiento de una curiosa novedad: dice Damati, el ministro de Antigüedades egipcio, que hay otra cámara en la tumba de Tutankamón, en la que alguno dice que puede estar enterrada la gran Nefertiti, nunca en demasía alabada y cantada por los poetas que existieron en el mundo. En la política de nuestro país parece que hay mucho de todo esto: uno que llega, hace un agujerito, toma posesión de todo lo que ve…y se deja atrás lo mejor o ni siquiera es capaz de encontrarlo.

Dicen los egipcios que hay que llegar a ese tesoro sin dañar las paredes ni las pinturas de la tumba. Y ahí están los notas dándole vueltas al coco para ver cómo lo consiguen. ¡Ay, Amón! (y digo Amón, para que no se me enrriten los que no creen en los dioses de ahora). ¡Dales un poquito de cordura a todos y mándales un georradar de esos para que busquen lo mejor, lo que se ha ido quedando atrás y lo vislumbran pero no lo alcanzan! Hoy en la rueda de reconocimiento aquellos que supieron desde sus despachos de la cámara oculta de Tutankamón y no dijeron ni pío. A la rueda, rueda, también, los que lucharon por encontrarla y administrar sabiamente las riquezas que de allí pudieron obtenerse. Muchos se quedaron en las wonderful things y se olvidaron de lo verdaderamente bueno y beneficioso. Howard Carter, ojalá no gobierne más tu visión periférica de la política. Vamos a seguir buscando lo que se esconde en la cámara secreta. Somos muchos los que esperamos y muchos los que pueden disfrutarlo.