Creo que lo más clarificador de nuestro mutuo entendimiento fue cuando le confesé que nunca me había gustado demasiado la literatura infantil, ni siquiera de niña. decirle esto a un autor de ese género podría haber parecido una grosería, si no fuera porque él me contestó: «Si, igual que a mí».

Sabina cantó aquello de que «por decir lo que pienso / sin pensar lo que digo / más de un beso me dieron / y más de un bofetón». Don Joaquín no conoce cuantas veces al día recurro mentalmente a esa máxima, como no conoce la exquisita educación sincera de Antonio Puente Mayor; el autor que arrancaba esta columna.

A base de darle vueltas, una se plantea porqué un niño que prefería literatura no infantil termina  por ser un adulto que, entre otros géneros, acaba escribiendo bastante para la infancia.

Hay quien podría pensar que se debe a que es padre de una hija, lo cual no es una respuesta muy completa, ya que Antonio comenzó por estos derroteros tiempo antes de que su hija pudiera ni sostener un libro en las manos.

Sin habérselo preguntado a él, creo que Puente hace esto a modo de reparación.

En cierta ocasión leí que un defecto que no deben permitirse quienes se dedican a la escritura, es el de tomar a su audiencia lectora por estúpida. Yo podría dar nombres y apellidos de algunos autores a los que he echado la cruz por sentir en sus relatos que me tomaban por idiota. Probablemente, esto ya me pasaba en lecturas infantiles que mareaban mi inteligencia más que estimularla, y quizás eso es lo que Antonio tiene claro.

La infancia cofrade existe. Pueden tenerse opiniones diversas a ese respecto, pero no puede negarse que es una realidad en esta ciudad, aunque no sea la única.

La infancia cofrade en Semana Santa vive, como cualquier ser humano cofradiero, un momento cumbre: pasos, bandas, caramelos, bolas de cera, incienso más o menos tóxico, hombres con globos, puestos de chucherías en cada esquina… Pero las criaturas no son seres pacientes. Para disfrutar de un cortejo al completo en condiciones óptimas o del portentoso transitar de una imagen con tal o cual banda hay que esperar. Jamás he visto que el proceso de espera sea fácil a cortas edades. Si rehusamos tecnologías que entretienen la espera, por el motivo que sea, las opciones son más o menos las de cuando yo era niña: algún juego y alguna lectura.

Los juegos se basaban generalmente en adaptaciones cofrades de juegos ya existentes: adivinar cofradías dando pistas, aprender denominaciones o composiciones de misterios, preguntas con retranca por parte de personas adultas para que pierdas un rato rebuscando respuestas en el programa…  Y luego estaban las lecturas. Personalmente, agradecía mucho la edición del boletín que entregaba el Consejo, con sendas explicaciones históricas de las cofradías que transitaban por la Carrera Oficial. Esto admito que fue un entretenimiento razonable, hasta que se acababan las historias, y ya de un año a otro comenzabas a recordarlas. De este modo, mi buena madre comenzó por incluir en la bolsa del avituallamiento volúmenes como «Harry Potter y la Cámara Secreta». No recuerdo con exactitud si la Iglesia llegó a condenar esta saga por sus inclinaciones paganas, pero creo que no habrían cuestionado ni un ápice las aventuras del joven mago si hubieran sabido cuanta calma suponían en los tiempos de espera; ya no sólo para mi hermano o para mí, sino para amistades que se nos unían en ese improvisado taller de cuenta cuentos montado por mi madre.

Creo que Antonio Puente, cuando escribe, piensa en el niño que fue, y en lo que a ese niño le habría gustado leer. lo supongo porque es lo que me pasa a mí cada vez que saca un libro. Su imparable producción acaba de verse incrementada con la nueva aventura de «La Pandilla Morada», segundo episodio de una saga que parece tener larga vida.

Sé perfectamente porqué habría sido una niña fan de Puente Mayor. No sólo porque su pandilla descubre misterios e intrigas; más allá de eso, con sus libros se aprende. Incita a conocer la historia de monumentos, lugares, pinturas, y por supuesto, hermandades. Amplía su relato con información que a veces dudo que mucha gente adulta conozca. Sospecho que en parte se debe a que mi amigo no quiere contribuir a formar «friquis cofrades», o al menos no sólo eso. Quiere aportar la riqueza cultural e histórica que conforma un conocimiento considerable de una cultura a la que se decide pertenecer, y que en demasiadas ocasiones se banaliza por su propio público, que acaba por entender más del estreno de la última marcha flamenquera que de la fundación de la corporación que contrata a la banda objeto de atención.

El año pasado por estas fechas, me quedé gratamente sorprendida cuando una compañera de trabajo, sin saber de mi relación con Antonio, me comentó el enganche de su hijo a la producción de mi amigo, que además de su Pandilla tiene otros títulos muy populares como «Nazarenos de Caramelo» o «40 Cuentos de Semana Santa para 40 noches de Cuaresma», que este chico había leído como ocho veces más de lo que el título recomienda. Ahí vi claro que estos libros estaban llenando un hueco que existía desde hacía décadas. Por eso las aventuras de la pandilla son necesarias y creo que tendrán una larga vida.

La Pandilla Morada son dos chicas y tres chicos, que junto con el perro Zaqueo, descifran misterios que se les plantean y recorren una Sevilla llena de datos útiles para unir sus pesquisas. ¿Se puede pedir más? La niña que fui dice que no. La adulta que soy, se desquita maravillada al ver que si en su momento esta opción no existía, nunca es tarde para las nuevas generaciones.

Técnica Superior en Integración Social, Graduada en Trabajo Social, Especialista Universitaria en Mediación, Máster Oficial en Género e Igualdad. Actualmente Doctoranda en CC. Sociales; investigadora...