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Los próximos 17 y 18 de marzo, la Unión Europea se juega su futuro una vez más: tendrá que decidir entre si sigue siendo ese «espacio de libertad, seguridad y justicia» que describe su tratado, o si, por el contrario, deja de cumplir no solo con el derecho interno, sino con los acuerdos internacionales a los que está adherida.

Sorprendería ver a la UE en esta tesitura si no fuera porque, por desgracia, las permanentes crisis en las que este organismo supranacional se ve envuelto son ya tan frecuentes como asumidos entre partidarios y detractores del proyecto europeo.

Tradicionalmente, de todas estas crisis, la UE salía reforzada: un mejor proceso para la toma de decisiones, un aumento de la atribución de competencias para las instituciones europeas, un mayor papel para el Parlamento Europeo, etc. De las últimas, ya no tanto.

La Unión Europea se ha sumergido, a día de hoy, en una deriva indefendible. Es muy difícil justificar un principio de acuerdo, por muy principio y poco acuerdo que sea, que permitiría las devoluciones masivas de migrantes y solicitantes de asilo, y que otorgaría a Turquía -eterna rechazada a la adhesión por su constante vulneración de los derechos humanos- el papel de perro guardián de las fronteras comunes. Una práctica, la de las devoluciones en caliente, que ha pasado en poco más de un año de ser reprendida a ser consentida y, poco después, como es de esperar, institucionalizada.

No sorprende. La evidencia está demostrando que, en lugar de ir hacia una mayor integración europea, que permitiera combatir con mayores armas el arbitrio de los Estados miembros, vamos hacia una Unión Europea a la carta que permite retroceder a base de excepcionalidades a Reino Unido y de negociar tratados bilaterales contrarios a los derechos humanos entre países de dentro y fuera del club.

En lo que va de año, las fronteras interiores se han reestablecido hasta en siete ocasiones. Antes de que acabara el año, Francia anunció el incumplimiento de sus objetivos de déficit por mor de la lucha contra el terrorismo. A España, con un Gobierno en funciones, la UE le pide que recorte el presupuesto. No es una UE a dos velocidades: es una quimera multicefálica en la que cada uno va por su lado.

A estas alturas, tampoco sorprende que algunos ayuntamientos hayan optado por retirar la bandera de la UE de sus balcones, en una manifiesta confusión entre quienes son los causantes de estas incongruencias -los Estados miembros- y unas instituciones europeas que, aunque quisieran ser malvadas -como Google y su don’t be evil -, tienen las manos tan atadas que no podrían. Lógico: llevamos años confundiendo Europa con la UE y la UE con Europa; ahora no escurramos el bulto.

La generación de una esfera pública europea está más lejos de propiciarse que nunca. ¿Cómo podemos decirle a quienes llegan desesperados a nuestras fronteras que nuestros valores son el «respeto de la dignidad humana, libertad, democracia, igualdad, Estado de Derecho y respeto de los derechos humanos, incluidos los derechos de las personas pertenecientes a minorías», tal como recoge el artículo 2 del Tratado de la UE

Quizá ha llegado el momento de asumir que la Unión Europea ha tocado techo: una unión entre Estados que deciden voluntariamente compartir determinadas competencias y dotarse de un mecanismo de toma de decisiones para después incumplirlas. ¿Toca deshacer lo andado?