La compañía belga Peeping Tom ya logró gran éxito internacional con la trilogía ‘Le jardin’, ‘Le salon’ y ‘Le sous sol’, obras que trajeron también a Sevilla, donde ahora han vuelto con ’32 rue Vandenbranden’ (pasados viernes y sábado en el Teatro Central), un precioso espectáculo de danza teatralizada.

Miguel Ybarra Otín. Según indicaban en el folleto, la obra recoge una idea planteada en ‘La balada de Narayama’, película Palma de Oro en el Festival de Cannes (1983) dirigida por el japonés Shohei Imamura (1926-2006). En ella observamos las tradiciones de una aldea en las montañas del Japón decimonónico: una vez cumplidos los 70 años, hombres y mujeres subían a morir a una cima para así dejar de ser una boca más que alimentar en un pueblo donde la subsistencia es difícil y donde -así se entendía- ellos ya no aportaban nada.

Era una cuestión religiosa que todos aceptaban, compartían y querían. Morir en una cama sería una vergüenza, llega a decirse en la película. Y así ’32 rue Vandenbranden’ gira entorno a decisiones personales que determinan el curso de nuestras vidas, abriéndose el debate sobre cuánto hay de personal en las ideas o cuánto de social y aprendido en nuestros propios comportamientos: distintos tiempo y lugar dan diferentes significados a actuaciones que tildan (se convierten en) buenas o malas. Cada cosa tiene el valor que cada uno quiera darle. De igual modo, la interpretación de una obra queda abierta a la visión de cada espectador o lector.

Más si cabe en un espectáculo como éste, donde el hilo argumental es casi inexistente y donde las palabras son muy pocas -y pronunciadas además en inglés, coreano y español: “si quieren información turística, preguntar” [sic], es la única frase en castellano, absurdo interpretable como que la palabra hablada no tiene en esta obra gran significado. Lo tiene la danza, habla el cuerpo. Y es maravilloso el dominio que los bailarines de ’32…’ tienen de él. Cómo juegan a ser esclavos de un huracán, del hielo que les hace resbalar, cómo juegan a ser muñecos de goma o cómo a ser como un papel que describe líneas de giros bruscos y alocados dentro de una habitación a causa del viento.

Impresionantes movimientos. Escenas oníricas. Poesía. Amor, violencia, maternidad, miedo. Magia. Cuerpos que casi flotan en el aire, cuerpos que aparecen y desaparecen. Todo en una atmósfera de misterio que los personajes crean junto con la música y un magnífico escenario: enorme fotografía de paisaje nevado (todo el fondo) y tres casas en la alta montaña, dos frente a la otra. Nieva. Todo esto en la línea de la película, como la primera escena: llora un bebé debajo de una casa y una persona sale para callarlo enterrándolo bajo tierra. En los inicios del film, el cuerpo de un bebé muerto aparece arrojado en un campo: era un niño, sexo no deseado por unos habitantes que no lloran la muerte.

Y sigue el diálogo de cuerpos con todos los personajes impresionantes: Sabine Molenaar, Jos Baker y Marie Gyselbrecht hacen movimientos imposibles, asombrosos. Tienen también consciencia de hasta el último músculo de su cuerpo Hun-Mok Jung (que también canta cómicamente) y Seoljin Kim (‘El grito’ de Munch perfectamente reflejado en su rostro al final). Canta (muy bien) la mezzosoprano Eurudike De Beul.

El concepto y la dirección son de la argentina Gabriela Carizzo y el francés Franck Chartier. La pretendida voluntad narrativa que Carizzo manifestaba antes en rueda de prensa queda algo diluida. Pero se trata en cualquier caso de un espectáculo estético magnífico, genial.

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