Era una cuestión religiosa que todos aceptaban, compartían y querían. Morir en una cama sería una vergüenza, llega a decirse en la película. Y así ’32 rue Vandenbranden’ gira entorno a decisiones personales que determinan el curso de nuestras vidas, abriéndose el debate sobre cuánto hay de personal en las ideas o cuánto de social y aprendido en nuestros propios comportamientos: distintos tiempo y lugar dan diferentes significados a actuaciones que tildan (se convierten en) buenas o malas. Cada cosa tiene el valor que cada uno quiera darle. De igual modo, la interpretación de una obra queda abierta a la visión de cada espectador o lector.
Más si cabe en un espectáculo como éste, donde el hilo argumental es casi inexistente y donde las palabras son muy pocas -y pronunciadas además en inglés, coreano y español: “si quieren información turística, preguntar” [sic], es la única frase en castellano, absurdo interpretable como que la palabra hablada no tiene en esta obra gran significado. Lo tiene la danza, habla el cuerpo. Y es maravilloso el dominio que los bailarines de ’32…’ tienen de él. Cómo juegan a ser esclavos de un huracán, del hielo que les hace resbalar, cómo juegan a ser muñecos de goma o cómo a ser como un papel que describe líneas de giros bruscos y alocados dentro de una habitación a causa del viento.
Impresionantes movimientos. Escenas oníricas. Poesía. Amor, violencia, maternidad, miedo. Magia. Cuerpos que casi flotan en el aire, cuerpos que aparecen y desaparecen. Todo en una atmósfera de misterio que los personajes crean junto con la música y un magnífico escenario: enorme fotografía de paisaje nevado (todo el fondo) y tres casas en la alta montaña, dos frente a la otra. Nieva. Todo esto en la línea de la película, como la primera escena: llora un bebé debajo de una casa y una persona sale para callarlo enterrándolo bajo tierra. En los inicios del film, el cuerpo de un bebé muerto aparece arrojado en un campo: era un niño, sexo no deseado por unos habitantes que no lloran la muerte.
Y sigue el diálogo de cuerpos con todos los personajes impresionantes: Sabine Molenaar, Jos Baker y Marie Gyselbrecht hacen movimientos imposibles, asombrosos. Tienen también consciencia de hasta el último músculo de su cuerpo Hun-Mok Jung (que también canta cómicamente) y Seoljin Kim (‘El grito’ de Munch perfectamente reflejado en su rostro al final). Canta (muy bien) la mezzosoprano Eurudike De Beul.
El concepto y la dirección son de la argentina Gabriela Carizzo y el francés Franck Chartier. La pretendida voluntad narrativa que Carizzo manifestaba antes en rueda de prensa queda algo diluida. Pero se trata en cualquier caso de un espectáculo estético magnífico, genial.
