La película de Scott cuenta con los medios suficientes para atraer a millones de espectadores al cine, sin embargo se nos antoja como un fallido intento de ofrecer un retrato épico de su protagonista que naufraga entre la sobriedad excesiva y la espectacularidad desmedida del cine más convencional.

Jesús Benabat. Las complejas dinámicas del mercado cultural de masas que hoy día dominan aquellas producciones cinematográficas de carácter internacional exigen una serie de requisitos accesorios que pretenden aunar las preferencias de varios grupos de espectadores. Esto, indudablemente, es un hecho que se ha venido repitiendo redundantemente desde hace ya algunos años con una intención clara; la recaudación global en taquilla y el agrado de un público universalizado.

El problema surge cuando la película en cuestión se convierte en una especie de híbrido, de collage escasamente coherente y con pinceladas de varios géneros o subgéneros en un producto final abultado; un saco en el que se ha querido introducir demasiados objetos.

La ‘flamante’ nueva película de Ridley Scott es, muy a su pesar, una clara muestra de ello. Robin Hood se inscribe en la categoría de superproducción de cierto rigor y sobriedad que termina por perderse en el espectáculo banal y la épica grandilocuente aun manteniendo un discurso demasiado serio para la historia que se está narrando. Scott, empecinado en vivir de la renta de los inicios de su carrera, pretende aquí recuperar la figura del pícaro justiciero de los bosques que robaba a los ricos para repartirlo entre los pobres dotándole de una entidad moral, incluso filosófica, inédita hasta ahora.

Es cierto que sus predecesoras cinematográficas abordaron al personaje desde una perspectiva popular, festiva y hasta cierto punto, cómica, desde Errol Flynn hasta Kevin Costner, no obstante, el espíritu de la generosidad y de la rebelión del pueblo contra el orden establecido era transmitido con suma facilidad a un público entregado a las aventuras del escurridizo arquero. En la nueva versión, Scott se toma demasiado en serio a su personaje, le despoja de su comicidad y encanto característicos y lo convierte en un héroe muy alejado de su tiempo, complejo, atormentado y frío.

Obviamente, la cinta se resiente ante tanta sobriedad. La narración es correcta, bien ensamblada, con un poderoso despliegue de medios y formas de buen cine, sin embargo, llega a suscitar cierto tedio, un distanciamiento imperdonable con el espectador máxime cuando hablamos de un personaje como Robin Hood. Hasta que al final el espectáculo se desata, esta vez, de forma excesiva.

El tono contenido de las dos horas precedentes deja paso a una batalla que escenifica el desembarco de las tropas francesas en la costa sur inglesa cuan desembarco de Normandía (incluyendo planos y secuencias calcadas de Salvar al soldado Ryan) y en la que surge el héroe omnipresente, aquél que se enfrenta a todos a la vez, salva a la chica y acaba con su antagonista. Una vez concluida la batalla y justamente cuando la cinta busca su desenlace, comienza la verdadera historia de Robin Hood (para aquellos que, como yo, deseaban las aventuras del bosque).

Son muchos los que han visto en este Robin Hood una secuela de Gladiator, último éxito de su director e interpretada también por Russell Crowe, y no faltan razones para tal comparación aunque su resultado sea cuanto menos poco similar. Robin Hood busca el tono épico de la primera, lo encuentra pero, asimismo, lo desperdicia.

En Gladiator, más allá de su calidad como película, la caída en desgracia del valeroso general romano ahora devenido en gladiador logra la simpatía del público porque éste se deja llevar por la causa de la  venganza y redención del personaje. En Robin Hood, sin embargo, el distanciamiento inicial nunca llega a estrecharse a favor del Robin de Crowe.

En el apartado interpretativo, Crowe comienza a dar síntomas preocupantes de fatiga; su inexpresividad, su físico rotundo y su debilidad por el grito ralentizado en pantalla sólo es salvado por la presencia luminosa de Cate Blanchett, que da vida a una poderosa Lady Marian, que también se une a la moda creciente de unirse a la batalla aun en la dudosa circunstancia que las mujeres efectivamente fuesen en torno al siglo XII (en la actualidad esto probablemente sería factible en vistas de la obsesión cinematográfica de retratarlas como heroínas). Completan el reparto Mark Strong como el pérfido Godfried (también fue malvado en Sherlock Holmes), Oscar Isaac como el patoso rey de Inglaterra (también visto recientemente en Ágora), Danny Huston, William Hurt y Max Von Sydow, entre otros.

Ridley Scott posee de medios suficientes para levantar una película suficientemente grandiosa para atraer a ingentes cantidades de espectadores al cine, sin embargo, adolece de sentido del espectáculo en su justa dosis. Robin Hood se nos antoja como un fallido intento de ofrecer un retrato épico de su protagonista, que naufraga entre dos tonos muy diferentes; el de la sobriedad excesiva y tediosa de una historia que se remonta demasiado en los hechos; y el de la espectacularidad desmedida del cine más convencional.

Dos concepciones, por tanto, que Scott es incapaz de conjugar con la maestría que ya ha demostrado anteriormente en una película mediocre que, aun así, se deja ver con cierto interés.

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