A pocos kilómetros de Sevilla, en el término municipal de Gelves, existe un lugar con nombre evocador y una historia poco conocida: la Isla de la Garza. Quien se acerque hoy no encontrará un islote rodeado de agua, sino un terreno fértil junto al Guadalquivir. Y, sin embargo, durante siglos fue una isla de verdad, hasta que la mano del hombre decidió lo contrario.

El cambio se produjo a finales del siglo XVIII, cuando se ejecutó la Corta de Merlina, una obra de ingeniería fluvial destinada a rectificar un meandro del río y mejorar la navegación hacia Sevilla. Con la desviación del cauce, el brazo de agua que rodeaba la Isla de la Garza quedó cegado, y aquel territorio insular pasó a integrarse en la ribera, aunque conservó su nombre y parte de su carácter singular.

Hoy, más de doscientos años después, la Isla de la Garza mantiene ese halo de lugar aparte. Alejada del bullicio del centro, se presenta como una zona tranquila, con vegetación, parcelas y casas dispersas que conviven con la memoria de un pasado fluvial. Paradójicamente, aunque se encuentra en el municipio de Gelves, administrativamente pertenece a Sevilla y su código postal corresponde al barrio de Los Remedios.

Su propio nombre, «de la Garza», nos remite a la riqueza natural que tuvo antaño este enclave vinculado al río. Aunque el agua ya no lo aísle, sigue siendo un espacio donde se cruzan la historia y la geografía, recordando cómo los cambios en el Guadalquivir moldearon el paisaje y dejaron huellas invisibles a simple vista.

La Isla de la Garza es, en definitiva, un ejemplo de cómo la identidad de un lugar puede sobrevivir más allá de la realidad física. Ya no es isla, pero su nombre mantiene vivo un relato que conecta naturaleza, ingeniería y memoria colectiva en la orilla del gran río de Sevilla.