En lo alto de Constantina, en plena Sierra Morena sevillana, hay un castillo donde la historia y la fe parecen haberse dado un apretón de manos. Allí, sobre un cerro que domina el pueblo y sus alrededores, una fortaleza medieval custodia desde hace más de seis décadas a un inesperado vecino: el monumento al Sagrado Corazón de Jesús.

A simple vista, podría parecer que ambos llevan toda la vida juntos. Sin embargo, su relación es reciente si la medimos con el reloj de la Historia. El castillo, de origen árabe y probable herencia sobre restos romanos, fue construido para vigilar y proteger el paso hacia Sevilla. Con sus torres cilíndricas, su torre del homenaje y un aljibe que ha resistido siglos de silencio, fue testigo de batallas, cambios de bandera y hasta largos periodos de abandono.

El Sagrado Corazón, en cambio, llegó en 1954. Impulsado por el párroco Félix, su figura de cinco metros —elevada a más de 16 gracias a su pedestal— fue colocada como un guardián espiritual, bendiciendo a todo aquel que mira hacia lo alto. Bajo sus pies, una pequeña capilla albergó durante años misas y momentos de recogimiento, como si el antiguo patio de armas se hubiera convertido, de pronto, en altar.

La estampa resultante es única: piedra medieval y hormigón moderno compartiendo horizonte, la fortaleza terrenal de antaño y el símbolo celestial del siglo XX. Es un diálogo visual que muchos visitantes interpretan a su manera. Algunos ven una metáfora de protección doble —la de los muros y la de la fe—; otros, un contraste delicioso que recuerda cómo los pueblos viven y reinventan sus paisajes.

Hoy, tras su restauración y reapertura en 2014, el conjunto se ha convertido en uno de los miradores más espectaculares de la provincia. Desde allí, el mar de tejados blancos de Constantina se funde con la espesura verde de la sierra, mientras la silueta del Sagrado Corazón sigue apuntando al cielo. Y uno no puede evitar pensar que, quizá, esta pareja improbable de piedra y devoción se encontró para quedarse.