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En una orilla silenciosa del Guadalquivir, lejos del bullicio del centro, existe un espacio donde la piedra, el viento y los versos se abrazan con una naturalidad que desarma. No es una tumba, aunque lo parece. No es un monumento oficial, aunque cumple mejor que muchos su función de recuerdo. Es un gesto, una evocación, un homenaje íntimo al deseo póstumo de un poeta sevillano que imaginó su muerte como un acto sencillo, en armonía con el paisaje que amó.
Allí, entre álamos, sauces y caminos de tierra, una cruz blanca de mármol se alza con humildad. Apenas lleva un nombre grabado: «G. A. Bécquer». No hay flores, ni placas pomposas, ni turistas. Hay silencio. Y en ese silencio, la voz de Bécquer se oye mejor que en ningún otro sitio.
La cruz está ubicada en una zona discreta del Parque del Alamillo, orientada hacia el Monasterio de San Jerónimo, donde el joven Gustavo Adolfo jugaba en su infancia. Fue colocada en 2013 por iniciativa de un grupo de escritores y entidades culturales, como homenaje simbólico al deseo que el propio poeta expresó en sus escritos: «Cuando yo me muera, que me entierren a la orilla del Betis, con una cruz blanca y mi nombre. Nada más».
Ese «nada más» encierra una poética que Sevilla ha sabido convertir en espacio físico. La cruz, hecha con mármol de Macael y diseñada según la proporción áurea, se integra con delicadeza en el entorno. Es una pieza de arte mínima, pero cargada de sentido. No pretende impresionar, sino acompañar. Es un lugar al que se llega por intuición más que por mapas, por sensibilidad más que por señales.
Su ubicación, lejos del más conocido monumento a Bécquer del Parque de María Luisa, responde también a una idea distinta: no celebrar al autor romántico con gestos grandilocuentes, sino respetar su deseo de eternidad serena y sin artificios. La cruz blanca del Alamillo no sustituye a ninguna tumba, pero se convierte en una prolongación de sus versos, en una página escrita sobre tierra.
El visitante que la descubre —por azar o por búsqueda— suele detenerse en silencio. Es un lugar que invita a pensar, a recordar, a leer, incluso a llorar. Y es, sin duda, uno de los rincones más auténticos y desconocidos de la Sevilla literaria.
