Hubo un tiempo en que Gallardón era el alcalde más molón de España. Un tipo afable con la prensa (el mérito es indiscutible), carismático, presumiblemente abierto y dialogante. Incluso llegó a ser la imagen de portada de una revista gay en la que era presentado, con sonrisa insinuante incluída para los más fetichistas, como una suerte de abanderado de un «nuevo Partido Popular», tan renovado que las tradicionales gaviotas parecían palomos con una reveladora cojera.  

Sus pobladas cejas llegarón a rivalizar con las de otra estrella pop del momento, un Rodríguez Zapatero aupado por el establishment cultural español (qué tiempos de paz en los que las galas de premios eran, precisamente, eso) y esa sonrisa de ingenuidad que nos desarmó a todos. Las conversaciones de bar de entonces giraban en torno a un hipotético enfrentamiento electoral entre el presidente y Gallardón, como si de un concurso de talentos (y talantes) se tratase.

Y lo cierto es que no eran pocos los progres que se llegaron a alinear con el alcalde madrileño, seducidos por una amplitud de miras tan inaudita en un partido de santas y rancias maneras en el que parecía estar atrapado a su pesar, entre el perfil aquilino de Esperanza Aguirre y la mediocridad rampante de Mariano Rajoy.

De hecho, esta percepción era tan insólita que, con el tiempo, se ha desvelado errónea. Y es que, hay que reconocer que era sospechoso el hecho de que iniciase su andadura política en de la mano de Manuel Fraga y su Alianza Popular en una coyuntura histórica en la que casi toda España era de centro o socialista. Cuestión de valores, hemos de suponer. Valores adquiridos, además, de los jesuítas y de las facciones ultracatólicas que gravitan en torno a la Compañía.

Una vez que el PP venció en las elecciones con mayoría absoluta y Rajoy nombrara a Gallardón ministro de Justicia, todavía eran muchos los que confiaban en la autonomía progresista del otrora alcalde capitalino, como si su cartera fuese una ínsula ante la oleada conservadora que se avecinaba. Nada más alejado de la realidad. Con buena parte del gobierno navegando en piloto automático gracias a las instrucciones específicas de la Comisión Europea y la banca alemana, la auténtica acción ejecutiva del Partido Popular se ha centrado en el adoctrinamiento católico a través de los ministerios de Educación y Justicia.

A Juan Ignacio Wert todos lo conocíamos del maratón de tertulias televisivas en el que participaba de forma recurrente, por lo que sus ideas manifiestamente retrógradas y ese talante de sacerdote frustrado no ha sorprendido a nadie. El caso de Gallardón es diferente: ha perdido su sonrisa, la amabilidad con la prensa, ese aspecto de hombre feliz que lo catapultó a las quinielas de media España como presidente futurible. Ahor ase escabulle por los pasillos del Congreso como una sombra acobardada por las barbaridades que declara, con convencimiento o no, ante cámaras y diputados, defendiendo la ideas de una Iglesia empecinada en imponer su hegemonía, cueste lo que cueste.

Al fin y al cabo, es el encargado de revertir la actual ley del aborto y hacer retroceder a España a unos tiempos demasiado oscuros como para ser recordados, aunque ello signifique pasar por encima de los derechos de sus ciudadanos y, en especial, de la autonomía de las mujeres para decidir. Quizás en poco tiempo en España se den casos como el de la joven salvadoreña que estuvo a punto de morir ante la intransigencia de una ley inspirada en los mismos preceptos que pretenden volver a imponer aquí. El dogma vuelve para quedarse al mismo tiempo que el laicismo del estado desfallece y con él siglos de pequeños pasos hacia la libertad y la razón como vértices de la vida social.

Algunos todavía esperan algún giro final que nos muestre a un Gallardón desembarazado (y nunca mejor dicho) de la opresión de aquellos que regentan el partido y, por ende, el pais desde el juicio nublado por la fe. Pero lo cierto es que nada apunta a ello. Al Partido Popular no le interesa el futuro de España, a excepción de la salud de sus lucrativos negocios, sino la aplicación de un programa fundamentalista radical mediante el que adoctrinar a una ciudadanía que no dejará los designios de su vida en las manos del Opus Dei, los kikos o los Legionarios de Cristo.