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Lo bueno y lo mejor de criarse entre la ciudad y Asturias es que siempre se vive echando de menos lo bueno y lo mejor. Lo peor es saborear lo amargo con uno de los cafés más infames esperando en un aeropuerto por volver a la tierrina.

Echar de menos es tener las manos deshechas de apretar, de amar cada esquina y cada calle, olvidar cada primer beso que no se puede recordar. En eso consiste la vida en la ciudad. La vida de quien suscribe, al fin, ha sido y es vivir a caballo entre tierras que llenan todo de fantasmas en la noche de trasluz y soplan los geranios muertos que los poetas dejaron marchitándose pensando que otros los regaríamos.

Existe una rara especie de hombres, a camino entre lo endémico y la extinción, que forman parte de lo que se conoce como animales del Cantábrico. Para nosotros nada hay más normal que la mayor herejía que pueda celebrarse: un carnaval en verano. Así, en la noche del Carnaval de verano del pueblo en el que gané vida y gasté veranos desde bebé todo son temas clásicos hasta lo más moderno; teniéndose por lo más moderno y actual a la Eloise de Tino Casal o él Juntos de Rocío Dúrcal, sin dejar de pasar de largo el bumerán del Puma. Y así. Todos encantados y no hay peticiones raras al pinchadiscos.

Corro riesgo de pecar de clasista musical, si -como escribía el otro día una periodista naif- pero a esta edad, a alguien que de pequeño metió el pie derecho en la cadena de una bicicleta para frenarla, todo lo irrelevante le da igual. Desde que tenía 4 años volvía la cara cuando preguntaban a qué íbamos los veraneantes allí. Las respuestas a todo porqué de la vida deben darse a posteriori, tras vivir. ‘¿Cómo te definirías?’, ‘No se. Primero hay que vivir, luego en unos años vuelvo a esta cornisa de mar y nos respondemos’.

Y así son las chicas del Cantábrico. Encantadoras, profundas y con preguntas interesantes que no se responden en treinta segundos. Nadie empata los días nublados de la costa de Asturias, el sol no hace falta. Lo digo yo. Si acaso resol, nada más hace falta y a la tarde a la playa a remojarse rápido y a secarse con brisa. Ni resfriado amenaza. Jé, como si la edad estuviera prohibida se disfruta el orbayo que da frío pero que me recuerda que vivo.

Las mañanas son para perderse por acantilados y prados verdes en los que el mar quiere ser tierra, porque en estos lugares que nos hacen hombres el mar quiere dejar de ser mar para dejarse pisar por nosotros. Recuerdo aquellas tardes de verano de los 90. Cat Stevens peleando por salir de los altavoces del horreo, mi abuela tomando el sol y mi abuelo a la sombra de aquel granero que quiere ser casa con sus Montecristo y su MG observándonos vigilando que nadie creciera más de la cuenta. La calma se rompía con un suspiro de la abuela, ‘ay, Ramón. Aquí estamos. Yo en Benidorm tomando el sol y tú ahí en Asturias pasándolo mal’. Y a la porra.

La abuela se trajo Benidorm a Asturias y entonces para nosotros la vida tenía de interesante lo que va desde la última a la primera cucharada de helado de arroz con leche en un paseo por la calle del reloj para llegar a esa playa en la que se juega al tennis. Si, aquí se juega al tennis en la playa. Y si el sol salía, descalzos a la playa y a las bicicletas oxidadas, que si aguantan de pie aún son bicicletas. Alguna se llamaba Gacela, lo cual siempre me pareció una broma del destino.

Ya en -la que creo- mi madurez soy como un James Stewart en una mesa indiscreta. Sus Levi’s cortos rotos, sus Superga de lona. Su par de Rayban clubround negras, su pelo entre lo castaño y lo rubio, sus pecas y un jersey azul marino a rayas. En ese bar ,que se llama como La playa, yo leo Hermosos y malditos y las chicas del Cantábrico pululan paseando como diosas aladas. Como lo que son. Vinieron al mundo a estar de vacaciones pero la realidad es más fuerte que nuestros deseos. Con algo especial en la mirada tapada por cristales que defienden los ojos del resol fresco del Cantábrico, pide fuego. Hasta su cajetilla de LM azul le queda bien, y es que nadie dijo que el tabaco de pijas matara. Y se va. Ni diez segundos y la Hermosa deja a un maldito sentado en el paraíso.

Haciendo memoria de lo que llevo puesto en ese momento, caigo en la cuenta de que mi jersey es como el de las chicas del Cantábrico. Azul marino con rayas blancas, ‘jersey para navegar’, que me dijeron cuando me lo dieron. De Godofredo, esa tienda del paseo Pereda de Santander que casi cien años cuenta. Un jersey de los duros que mi padre le dio a mi madre. 40 años de jersey que me quedan bien para parar brisas del Cantábrico y de estraperlo. De vez en cuando alguien de la familia me dice que por culpa de ese jersey nací yo.

¿Quien dice que es invierno cuando es invierno? Nadie. El mejor mar, el frío, el que duele, el Cantábrico que da, quita, hace llorar y enamora. La mejor cornisa del Cantábrico y el mejor Carnaval del mundo viven en verano, aquí. Amanecer amanece cuando mi tío decide que es el momento preciso para hacer la foto de su paraíso y yo hace tiempo que decidí que los jerséis son como las bicicletas, como el pescado, como el primer beso y como el amor y lo mejor de la vida. Porque los jerséis son para el verano.

Nacido en 1989 en Sevilla. Licenciado en Derecho por la Universidad de Sevilla y Máster en Tributación y Asesoría Fiscal por la Universidad Loyola Andalucía. Forma parte de 'Andaluces, Regeneraos',...