Eva Marie Saint y Cary Grant en Con la Muerte en los Talones, película dirigida por Alfred Hitchcock.

Sabía que en la otra punta de la ciudad el mejor neurocirujano  del mundo podía tener en sus manos una vida, como así era, pero a él le era indiferente, de hecho ni indiferente, a lo mejor ni si quiera era consciente de ello pero era posible que en la otra punta de la ciudad estuviere pasando eso precisamente, que una vida pendiese de unos dedos virtuosos y él ni saberlo. Sus pasos se dirigen hacia donde lo romano, lo árabe y cristiano se unen, como testigos de lo que fueron y ya no son: batallas sin librar que en un tiempo se ganaron.

Le gusta la noche, no lo oculta, es su territorio, recuerda muchas cosas de libros que leyó, siempre sobre la noche, aquél inspector que pidió pasaporte para hacerse ciudadano en la noche, Jack Lemmon asomado a aquél balcón viendo alejarse a una Lee Remick presa de su trágico y beodo destino,  ese no saber y poder pensar nunca que pueda ir a encontrarse con una muerta entre los brazos y que ya no verá más su rostro cuyo nombre recuerda. De alguno y otro modo, todo le daba igual, no sabía que todo le daba igual. Se equivocó en todo, en nada, como aquél poema de Luis Rosales que en su cabeza retumbaba por culpa de un buen amigo, en nada, salvo en las cosas que mas quería.

Se prometió hacer tres cosas bien en la vida antes que saber mucho o no saber y que no se notase: no mover las manos, no levantar la voz y mirar fijamente, lo último era siempre lo más fácil. Existía entonces un génesis y apocalipsis en su ideario. Aquella calle, el teatro, aquél castillo y un subsuelo, no sabiendo por donde empezar, no sabiendo o no entendiendo por dónde había que empezar, no obstante sabe y tiene claro que el mundo empieza y acaba en esa calle: Alcazabilla. Sentados a la mesa las cartas descubiertas quedan, él gris, como es, su americana de siembre y diariamente distinta, su corbata y pose espigada; ella aquél vestido amarillo que dejaba una parte de su espalda al aire, descubierta, como una cautiva cristiana que huye sin destino, como la verdad sorprendente y desvelada que no tiene lugar en el que caber. Así llegaron uno y otro, por empecinamiento al sitio en que se citaron.

Es confuso el siglo XXI, Cary Grant y Eva Marie Saint se conocieron de forma fortuita en un tren, no sabiendo que iban a conocerse pero sabiéndose fortuitamente conocidos, ellos sabían que en el algún momento caerían el uno en el otro, fue quizás él, su poca maña, o mejor ella con su respuesta cortante aquella noche en aquella barra. En cualquier caso si u río no es el mismo la segunda vez, ellos no son los mismos con los años. Desearía él a veces hacerse otro tipo de preguntas, no tanto las relacionadas con su trabajo, y sí más las relacionadas con la creación. Habría deseado, se pregunta entre sus pasos encaminado hacia aquella mesa en aquél bar, por qué no es otro, ese otro cualquiera no tan cualquiera que ve inevitable preguntar y preguntarse por qué la creación es tan cruel a veces, el porqué de tanto dolor sin motivo. Probablemente no está preparado para la pregunta, seguramente no sabe que no está preparado para la respuesta. Con toda seguridad sabe que la realidad acabaría con él.

Ya sentado frente a ella no tiene palabras, ella tampoco las tiene para él. No le pasa nada, él lo sabe, es la respuesta a la pregunta inútil, fútil e innecesaria, ese «Qué te pasa?» y aquél «Nada» por respuesta que encierra un «Tú lo sabes de sobra muy bien». Porque esa nada es un todo en el idioma de los dioses que habla una mujer. En aquella mesa alta a un lado tenía la calle, el mundo, y al otro el todo. Ella, sus brazos cruzados, sus manos, sus ojos, los que le miraban fijamente y de los que él huía y ante los que no sabía qué articular. Ante aquél todo creado por Dios se preguntaba por qué North by Northwest era traducido al castellano como Con la Muerte en los talones, algo tan absurdo se preguntaba ante aquella divina creación. No sabía cómo reaccionar y por eso pensaba. Por pensar pensaba hasta en todas las mujeres de Cary Grant y especialmente en aquella niña caprichosa en un cuerpo de mujer, aquella Barbara Hutton que se encaprichó de Ángel Teruel, aquél torero mas chulo que un ocho cuyo padre tenía un tiovivo en Ferraz, como describía Umbral.

Sin querer, sin saberlo, se pregunta todo y nada ante ella, ella vestida de final, de despedida, de todo lo que desea no pase y probablemente pase. Un «perdón por no tener tiempo para preocuparme más como tú» le sirve para descubrirse desarmado ante ella. No controla los resortes de la mente, no lo necesita, no sabe bien o no sabe ya por dónde saldrá. Es lo que tiene Dios y sus creaciones, que cuando la belleza está impresa en ellas no hay remedio que vaya contra ellas para arreglarlas. Sabe que ella  no tiene un libro que no le esté gustando ya para gastar de forma útil las noches con él, ya pasaron aquellas noches, las de la espera ante lo deseado e inevitable en aquél bar de esquina cerca del Puerta Oscura. Ambos son distintos, ambos son otros. Ella no arquea las pestañas a medio cerrar ante los encantos de él y no hay destino deseado y sin necesidad de evitar. Todo a cambiado. No son dos extraños deseando haberse conocido en el tren, no es un fugitivo que huye de sí mismo ni ella una desconocida que viaja sin destino; creyeron haberse dado un mismo destino y todo ese viaje ha dado en llegar a un muro.

Probablemente su vida llevaba tatuada un monovolumen o un cuatro por cuatro cargado con tres niños en los asientos traseros con billetes de ida y vuelta a ver al Dios de paso que mora en el Cantábrico, pero no, conscientes son de que no dominarán el idioma de los dioses. Preguntas, un qué haremos, un qué va a pasar, un qué nos pasado, un condicional sobre si merecía la pena o no. Los estómagos vacíos, pero igual da cuando se trata de hablar de desamor o del amor que acaba porque ya no es. Al final, tras los reproches, tras saber que el tren no llegará a su destino con las manos de ambos entrelazadas, se decide él a acompañarla en un paseo que ella no desea porque rotos ambos están. Camino a la casa de ella hablan, forzados, sin querer, de forma absurda esbozan palabras, arrastra ella sus pies escoltados por medias negras bajo un vestido amarillo que en otro tiempo hizo caer el imperio de aquél Eneas que por honor de despedida la acompaña. He ahí la dualidad enfrentada de la ciudad ante ellos ante aquél teatro Romano iluminado: una mujer que con el mundo puede sobre sus hombros y que al día siguiente sola despertará cual Diosa vestida e imaginada por Revello de Toro.

Nacido en 1989 en Sevilla. Licenciado en Derecho por la Universidad de Sevilla y Máster en Tributación y Asesoría Fiscal por la Universidad Loyola Andalucía. Forma parte de 'Andaluces, Regeneraos',...