Escena de El Cazador, de M. Cimino, con Cazale y Streep.

En Navidad siempre está amaneciendo. Aún siendo de noche, siempre sorprende un nuevo día, una nueva tarde, aunque el sol está mas lejos de la tierra, aún siendo tibio calienta como no hay otro igual, sólo en Navidad.

Los hay que no creen, que no quieren creer, o que quieren creer y no saben cómo; los primeros viven en un complejo eterno de inventarse algo que celebrar porque no creen y necesitan una excusa que haga ver al resto que sí que tienen fe en si mismos. He ahí el gran error del ser humano: creer que todo lo que existe, que todo lo que se mueve, todo lo cambiante, voluble y pasajero existe, se mueve, cambia y pasa contra algo.

De las navidades de la infancia recuerda uno lo mismo que de las presentes: los cielos, los que se perdieron y los que se pierden y no empieza, porque una visión no empieza y acaba, se pierde. El cielo en invierno es fresco, limpio, si ha llovido la lluvia quiere salir del suelo y volver a vivir en el cielo en que nunca vivió. Quien suscribe, ya en la treintena, busca la mano de quien ya no está para guiarse por la ciudad, para tomar conciencia de dónde está… pero parece que no mata el olvido si no el constante recuerdo, la gana impertinente y empedernida de querer vivir en patrias íntimas e interiores que ya no volverán.

En la cercanía las luces son fijas, en la lejanía vuelan, tintinean, como si quisieran apagarse. Pero brillan, en los ojos, en los propios y en los ajenos, y es entonces cuando pasan a formar parte del tesoro propio de cada uno, nada ajeno a los demás, nada indiferente al resto, pero diferente para el propio. En Navidad todos volvemos a ser lo que nunca dejamos de ser, volvemos a la ciudad que dejamos y que no nos deja volver -capítulo aparte pendiente de gran novela que está por escribir por uno que ha de venir y que todos esperamos-, a ese espejo del que nos reímos pero que jamás queremos dejar de mirar, porque la ciudad es la medida de todas las cosas, donde vive una primavera que sueña con ser más y no quiere poder ser más de lo que ya es.

Tras dos meses sin pisar la ciudad uno toma conciencia de hechos pasados en los que no estuvo. El cine Alameda cerró  y he de decir que la última vez que fui feliz este año fue en ese cine viendo una película cuyo nombre me guardo. En ese cine aprendí a preguntarme qué había visto cuando no sabía qué había visto, algo que me pasó con Sorrentino. Aprendí que los finales de las comedias románticas jamás tienen porqué ser felices, si no simplemente estar, que el final no tiene porqué ser algo absoluto o bueno o malo si no que también puede ser una línea constante y relativa entre querer, tener, no querer y no tener, como en Beautiful Girls, cuando a tierna edad empecé a darle forma al amor con la cara de Natalie Portman.

 Lo cierto es que muchos de los momentos más felices de una vida se pasan en una sala de cine, viendo cine, hablando de cine. Lo más cierto aún es que los momentos más felices tienen lugar cuando se le habla a alguien de cine, y ese alguien tiene nombre de mujer. Esa persona no sonríe, medio sonríe con la boca entre cerrada y abierta y con el pelo recogido con un lazo tan ligero que un estornudo lo desharía pero la ligereza es seguridad y el lazo que sostiene el pelo que baila con el viento de quien escucha sostiene el mundo que jamás deja de girar.

Bien visto, líricamente escrito y dicho, la noche es el único territorio de todos los posibles. Donde se ha de vivir sin queja y con gusto. Constantemente nos preguntan a dónde queremos ir y rara vez nos cuestionan sobre de dónde queremos irnos, por elegir habría que elegir que el lugar de dónde uno quiere siempre irse es de una sala de cine en la noche que ya jamás volverá a ser, y ya nunca jamás podré irme del Cine Alameda como en muchas noches hice, tanto sólo como acompañado. Abrí y cerré capítulos de obras que mejor no haber abierto, abrí y cerré capítulos de metrajes que ojalá volviera a abrir otra vez.

Recuerdo cierta ocasión en que tuve que recoger del suelo dos carteles antiguos, que no anticuados, de dos clásicos contemporáneos, que no arrugados. Uno era el de You´re the one, el otro de El cazador. Cada película con su guerra íntima, cada argumento con su historia y cada una de ellas con su amor en carne viva. A la primera película le debo el haber descubierto en mi adolescencia a Cole Porter, a la segunda el conocer a un actor como otro no habrá y una historia de amor como ni una sola habrá.

Años antes, había leído, por mor de las obligaciones, un libro de Lorenzo Silva titulado El cazador del desierto, con un joven protagonista que odia su nombre y que prefiere hacerse llamar, mejor dicho hacer saber que quiere llamarse, Orens, en homenaje a Lawrence de Arabia. Al ver Lawrence de Arabia uno no ve una película como otras de cine clásico, ve una flor cuyos pétalos jamás se acaban porque David Lean hizo que cada una de sus películas fuera algo eterno y perfecto porque nadie podría hacerlo como él. En tardes de invierno y otoño en las que el frío afuera se hacía grande vi cómo Omar Sharif y Julie Christie se mentían diciéndose la verdad y también aprendí que lo atractivo del desierto es tan simple como andar poniendo un pie tras de otro: porque está limpio.

John Cazale y Meryl Streep estaban enamorados, no en la pantalla, en la realidad, bueno, en la pantalla también. Streep convenció a Cimino para que en El Cazador rodaran antes las escenas de un John Cazale consumido ya por el cáncer que venía a llevárselo sin remedio, ni el amor de Streep lo ataría a la vida. Cazale no podría ya agarrarse a la mano de Streep buscando el sentido del ser como el niño que busca el sentido de todo de la mano de la mano sabia que guía sus pasos. Cazale acabó muriendo, todas y cada una de las películas en las que intervino fueron obras maestras y se fue sin posibilidad ya de salir de una sala de cine y contarle la historia que había visto a los ojos de la mujer que le acompañaba.

De algún modo todos los hombres hemos sido Eneas. Dido pidió a Eneas que le contase cómo fue la caída de Troya y yo aún ando en la busca de Dido para contarle muchas veces cómo Clark Gable nació en Cádiz y cómo y porqué Joan Crawford y Bette Davis se necesitaban porque se odiaban. Cada Navidad vienen a abordarme los recuerdos de las tardes de otoño en que la mano sabia me guiaba por el cine clásico y cada Navidad pido lo mismo: una reina que no se lamente como Dido y que escuche cual Natalie Wood esperando la vida. Pero no será ya en el cine Alameda.

Nacido en 1989 en Sevilla. Licenciado en Derecho por la Universidad de Sevilla y Máster en Tributación y Asesoría Fiscal por la Universidad Loyola Andalucía. Forma parte de 'Andaluces, Regeneraos',...