Que una sociedad funcione y las relaciones entre los individuos del conjunto se desenvuelvan en un ambiente de buena armonía, suele venir acompañado de buenos modales, educación y civismo. Y a los finlandeses se les puede tachar de muchas cosas pero nunca de no ser respetuosos, tanto con el prójimo, como con el bien ajeno. Y no estamos hablando de deberes ni obligaciones que cumplir, es algo innato, natural, aprenden que es lo mejor desde pequeños y lo asimilan como una pauta más de conducta. Por ejemplo, es tan fácil como que si le preguntas a un finlandés el porqué aquí las cosas no ‘desaparecen como por arte de magia’, te responderá: “es curioso, esa es una pregunta que sólo nos hacéis españoles y sudamericanos”. Cualquier otra respuesta habría dolido menos, nos tienen fichados…

Marta Comesaña. Y es que me sabe mal admitirlo pero, resulta tan raro no tener que estar pendiente de que te vaya a desaparecer algo si te descuidas un segundo que, al final, hay que darles la razón. La semana pasada, sin ir más lejos, llegaba tarde al gimnasio. Normalmente dejo las cosas en una taquilla cerrada con candado (nunca entendí porqué, de hecho, no todos lo usan…), pero viendo que la clase de Spinning a la que asisto había empezado, decidí soltarlas en una especie de perchero enorme, situado al lado de la recepción, donde siempre hay mochilas, abrigos y los zapatos que traes de la calle y dejas ahí para no ensuciar las salas. Entré en la clase y, por no molestar, me senté en una bicicleta cercana a la puerta. Pues bien, ¡estuve toda la puñetera hora pendiente de todo aquel que se acercaba a donde había dejado mis cosas! Por lo menos se me ocurren un par de motivos por los cuales es ridículo hacer algo así. En primer lugar, nadie te va a quitar nada en una situación como ésta y después de un año viviendo aquí, eso algo que puedo afirmar rotundamente. En segundo lugar, habría muchas cosas que robar antes que una mochililla de propaganda deshilachada y unos zapatos que parecen de color negro cuando debieran ser blancos…

Pero lo hice por la misma razón que uso candado en la taquilla y por lo mismo que si voy a comprar al supermercado, de vez en cuando echo un vistazo hacia fuera para ver si mi carrito de la compra sigue donde lo dejé. Todo guiado por el instinto picaresco que nos persigue fuera de nuestras fronteras.

Pero no. Aquí nadie te va a quitar nada. No ellos, no los finlandeses que son confiados simplemente porque son gente en la que se puede confiar. Aquí no existe eso de “se cree el ladrón…”, precisamente, porque no hay ladrón que valga.

Las bicicletas campan a sus anchas apoyadas en cualquier lugar, los carritos de bebés son abandonados a su suerte en la puerta de cualquier establecimiento, incluso en ocasiones con niño incluido, y la gente sale a fumar fuera de los bares dejando mientras tanto dentro sus pertenencias a mano de cualquiera que quisiese birlarlas. ¿Veis?, ¡si es que no puede ser!, otra vez traicionándome la maldita conciencia ‘typical Spanish’…

Después está la otra cuestión fundamental para que la premisa que os he planteado al principio termine de encajar: confiar en la buena fe de las personas. Pero claro, eso sólo funciona si sabes que la gente actúa de buena fe, si no pasa lo que ya sabemos: unos salen muy beneficiados y a los demás se nos queda cara de tontos. Y esto no mola, claro.

En Finlandia, el operar de forma correcta y conforme a lo establecido, es incuestionable y no hay otro modo de actuación posible. Tanto es así que tampoco nadie espera que tú estés intentando estafar ni engañar a los demás. Y pasan cosas como éstas: de vuelta de una excusión a Seurasaari nos montamos en un autobús que nos llevaría a casa a mí y a mis dos acompañantes. Cuando fui a pagar con mi tarjeta pública de transporte, comprobé que sólo me quedaba saldo para dos billetes por lo que quise intentar pagar al conductor el tercero que faltaba con dinero en efectivo. Al principio el chico no entendía porqué quería pagarle también a él después de haber pasado mi tarjeta por la máquina. Pero claro, no era también, era además. Es digno de mención aclarar que estos finlandeses son bastante cuadriculados para ciertos asuntos. Cuando conseguí que entendiese lo qué me pasaba, me vino a decir algo así como: “anda, anda, pasa, no me cuentes milongas que ahora voy a tener que ponerme a cobrarte un billete y no veas qué jaleo”. Le faltó decirme que la próxima vez tuviese bien recargadita la tarjeta. Obviamente, aluciné…

Y aluciné porque estos hechos no son aislados, pero hay que cambiar el chip para entenderlos. Sabiendo que las cosas funcionan bien y que la gente actúa correctamente, les supone menos esfuerzo hacer la vista gorda, puesto que la compensación económica es mínima. En España este método resultaría inviable. Habría montada una mafia qué no veas en torno al negocio de ‘uy, me he quedado sin saldo, qué despiste más tonto’.

Y esto es un ejemplo a pequeña escala. Pero detalles como éste, que pueden parecer insignificantes, me hacen entender cada día una mentalidad que es, a fin de cuentas, la que lleva a que Finlandia sea uno de los países menos corruptos del mundo. La transparencia de los ingresos de cualquier ciudadano es total y absoluta, por el simple hecho de que nadie teme esconder nada. Las cuentas de cualquiera son públicas y, por tanto, accesibles para quién quiera acceder a ellas. Los castigos para aquéllos que incumplen las normas son ejemplares, sea cuál sea su nombre y apellido. Y van más allá, las multas son impuestas en base a la situación económica del imputado. Los políticos no se eligen a dedo, sino mediante méritos y carrera como cualquier otro cargo público y se evita el exceso de poder con un Consejo de Ministros que manda sobre el propio Presidente.

Y algún punto más de los que nuestro país, España, se encuentra a años luz. Y, ¿cuál podría ser la solución? Está jodida la cosa. Lo que está claro es que es cuestión de mentalizarse: engañar al que tenemos al lado, definitivamente, es engañarnos a nosotros mismos. Y, claro, así nos va.

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