España se encuentra en un momento histórico. Tras las elecciones generales del pasado 20 de diciembre, los principales partidos políticos no han llegado a ningún acuerdo para formar gobierno.

Como consecuencia, los españoles estamos llamados a las urnas el próximo domingo para decidir el futuro de nuestro país. Pero, ¿de verdad estamos todos llamados votar de forma honesta?

En teoría sí, ya que la convocatoria de las nuevas elecciones se publicó en el BOE el tres de mayo y todos tenemos acceso a esa información a través de diferentes medios de comunicación. Sin embargo, en la práctica tengo mis dudas ya que los casi dos millones de españoles residentes en el extranjero no parecen tener las mismas posibilidades de votar que el resto de sus compatriotas.

En los últimos días, un gran número de expatriados ha denunciado a través de Marea Granate (un colectivo de emigrantes españoles y otros simpatizantes) una serie de irregularidades que les impiden ejercer su derecho a voto el próximo 26 de junio. Por nombrar algunas, parece ser que las papeletas para votar llegan con retraso (¡hasta tres meses después de las elecciones!) y, si llegan, en algunos casos faltan para algunos partidos.

Lo que unos interpretan como casos aislados o sin importancia, otros lo vemos como un serio atentado a la libertad de expresión y de decidir el futuro que queremos para nuestro país. En mi opinión, el sistema está desvirtuado desde el primer momento en el que los residentes en el extranjero empezamos a gestionar nuestro derecho a votar, al tener que rogar un derecho recogido en la constitución española (y en la Declaración Universal de Derechos Humanos, por cierto) mediante procedimientos tortuosos, en vez de ser concedido de forma automática por tener la nacionalidad. Ante los ojos de la administración, los que vivimos en el exterior no estamos interesados en decidir sobre el futuro de nuestro país, y por esto tenemos que mostrar interés y pedir explícitamente el voto. Esta forma de tratarnos me hace pensar (y sentir) que vivir fuera me hace menos español, aunque mis raíces y el corazón me digan lo contrario. A pesar de haber nacido con los mismos derechos que cualquier otro compatriota, soy tratado como un ciudadano de segunda clase.

Este tema no parece importar demasiado a nuestros dirigentes políticos, los cuales se jactan de pertenecer a la cuarta potencia económica de la zona euro (y también, aunque se les ‘olvide’, el décimo en términos de ingresos por habitante) en mítines multitudinarios, entrevistas o debates (pactados). Pero, ¿de qué sirve vivir en un país relativamente rico, si esto no se traduce en un acceso igualitario a todos los derechos recogidos en su carta magna? Una nación que, de forma consciente, da de lado o pone dificultades a una parte de su ciudadanía a ejercer derechos fundamentales no se puede considerar desarrollada. El desarrollo supone mucho más que producir bienes y servicios.

Cuando me pregunten a quién voy a votar en las próximas elecciones, tendré que decir, como tantos otros, que yo no voy a votar. Perdónenme ustedes, pero no lo he decidido libremente, no lo tenía pensado, no me lo esperaba. Me obligaron.

Daniel Gallardo