El de Nazaret y el de Caracas enfrentaron a los poderes establecidos y sumaron tantos seguidores como detractores. Las dos revoluciones viven tiempos de incertidumbre, en una pugna por reconducir a sus próximos al ideal que propugnaron sus líderes.

Son la jet set del capillismo. Les vemos siguiendo ensayos de hermandades, pendientes de la presentación del ‘magno’ cartel de la Semana Santa de la tertulia de amigos cofrades ‘Los del cirio verde’, o del horario de traslado de una parihuela desde la nave donde se guarda al templo desde donde sale una vez al año.

Son muy cofrades. Aprovechan cada minuto para reafirmar su condición de cofrade. Sea cerveza en mano, o con la fina cuestión del vino fino entre manos. Las ironías y las bromas hablan de cuán cofrades son; basta dar un paseo por el tuiterío para encontrar gracias cofrades al mejor postor, compartidas y arengadas por la vieja guardia que celebra el músculo de las hermandades. Conservadores de discurso, desmandados de práctica, hay quién no alcanza a saber por qué se celebra la Semana Santa. Pero hagamos de su capa un sayo, y tiremos adelante si lo importante es andar, es lo que vienen a decir desde la jerarquía eclesiástica, restando importancia al carácter meramente anecdótico en el que se basan no pocas de las hermandades y procesiones, para sostener ese flujo de personas en su milenaria y sacra institución.

Si se habla de Jesús no es por el carácter revolucionario de sus acciones hace 2000 años, sino por el conservador de una Iglesia romana que llevó a Vaticano la sede de su hegemonía entre las iglesias que nacen de Cristo. Que censura la diversidad, sostiene las desigualdades por cuestiones de género o identidad sexual, y vive en estos momentos una pugna interna para dar con el dedo en el que lucirá el ‘anillo del pescador’. Jesús debió ser la antítesis de la Iglesia que pretende aprisionar su mensaje. De hecho, el de Nazaret fue un revolucionario de su tiempo por enfrentar a los poderes fáticos: a los sumos sacerdotes, al imperio, a la feligresía de los fariseos con su golpe de pecho, y a los mercaderes que habían hecho de la ‘casa de Dios’ un negocio. Cristo debió ser un herético. Basta leer dos versículos seguidos de la Biblia para tomar conciencia de esta particularidad tan obviada en los días en los que se recuerda la pasión, muerte y resurrección de este hombre.

La muerte de Hugo Chávez nos lleva a pensar, salvando todas las distancias, que el nazareno sumaba tantos seguidores como detractores por enfrentar al poder establecido. Son dos heréticos: ambos incómodos al sistema que ante ellos reacciona expulsándolos (señalándolos como el enemigo, caricaturizándolo, negándolo) o incorporándolos a su propio sistema para autolegitimarlo; así hace el Imperio Romano con el cristianismo tras perseguirlo en primera instancia.

El de Caracas permitió -con un mandato que como todos los mandatos están abiertos a discusión- que millones de personas sin recursos ni condición de ciudadanos pudieran en algún momento ser, al sacarlas de la pobreza. Promovió desde el Estado el acceso a una serie de derechos fundamentales que no podían concebirse como sinónimos de lucro, y ha liderado un proceso de integración de los pueblos de Iberoamérica que ha dado voz (500 años después de los procesos revolucionarios que condujeron a su independencia de la metrópoli) a una región acostumbrada a construir su identidad basándose en lo que otros han dicho de ella: «repúblicas bananeras», «populistas», «caudillos», «panchitos», «corruptos»… basta conectar con la emisión de RTVE al cubrir los pormenores de lo ocurrido en Venezuela para toparnos con todos los clichés en un discurso monolítico que todavía mira a Hispanoamérica por encima del hombro.

Al sistema hegemónico y sus medios de comunicación, cualquier proceso tímidamente revolucionario le resultaría una amenaza ¿Iba a querer el poder establecido en Francia a querer la toma de la Bastilla? ¿Desearían en el Fondo Monetario Internacional o el Banco Mundial que hubiese alternativas consolidadas que discutan abiertamente una manera de hacer las cosas que resulta beneficiosa a una élite privilegdiada con capacidad de imponerse a la soberanía de los pueblos y dictar sus políticas sin margen de negociación?

En Andalucía la pasión, muerte y resurrección se refleja en el día a día de sus gentes. Sean nativos o inmigrantes. O emigrantes: miles de andaluces que buscan la oportunidad que en su tierra les niegan. En las que no tienen una fuente de ingresos ni la expectativa de un trabajo: de manera especial los jóvenes menos de 25 años, con más de un 70% de desempleo, en las familias que están por perder o han perdido su hogar y se encuentran desamparadas. O en las personas que para costear con su triste pensión el encarecimiento del costo de la vida sacrifican su sonrisa y su  salud aunque el frío cale en sus huesos o el gusanillo del hambre no rompa la barrera de su vergüenza para pedir auxilio.

Y entretanto, el capillita es posible que llore al ver al costalero en el retranqueo, o lo hizo hace un mes en la igualá. Sentimientos enfrentados. Ajeno al pesar, y quizá también al mensaje de la Iglesia que pretenden ser, centrado en la anécdota. Que Dios nos coja confesados: «El que esté libre de pecado, que tire la primera piedra».

Ratzinger ha dejado la Sede Vacante con el desafío más importante por delante ¿Será capaz la Iglesia de retomar el carácter revolucionario y el potencial emancipador que levantó e hizo andar a Lázaro, y que impulsó el hijo de María y José desde su nacimiento en el pesebre de Belén?

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