La maldición del poeta es señalar la belleza y sufrir la aguja constante del insatisfecho, una sed insaciable que solo remedia el tiempo y otra belleza que apague la visión anterior. Así el poeta, como el vigía, va de un buque a otro, de un poema a otro mientras siente que construye un mundo de ladrillos de arena húmeda junto al mar.

 

 La belleza no está solo en los escenarios de los románticos; no es únicamente parte de las líneas de amor de Salinas o esa sombra terrible que asoma en los poemas de Rafa Téllez. Con esto no quiero negar que lo anterior nos eleve, pero me remito a buscar la belleza en lo que nos rodea, en lo cercano, como la lámpara del techo de aquel poema de Miguel d’Ors o la mitad desconocida de una sonrisa que Jesús Beades nos dejó en uno de sus libros.

Encontrar la belleza no es el oficio. Es cierto que es difícil hallarla en un mundo que gira cada vez más rápido, entre ‘twits’ y ‘mails’, actualizaciones de Facebook y carreras tras el autobús con la hora pegada al trasero. Pero la realidad nos rodea constantemente y, entre carrera y carrera, todavía nos deja detalles fugaces cargados de significado.

La ciudad alumbra historias en su seno. De pronto sales de la universidad y te pierdes con la tarde entre Regina y Viriato, donde la antigua Sevilla hace un cruce de paralelas en San Juan de la Palma. Allí, entre relojes que marcan las seis de la tarde y un sol de plomo, una señora almuerza un plato de garbanzos en la terraza vacía de un bar. Las seis de la tarde son, lentas como seis cucharadas en aquel cruce de vidas, en aquel rincón donde una mujer sorbe unos garbanzos junto a la fachada de la antigua Casa de los Artistas.

Los rapsodas de la ciudad cantaron que la ciudad era aquella mujer lozana que bailaba con un traje de volantes, o aquella otra que enfriaba manzanilla en una caseta, la sevillana radiante que visitaba los templos el Jueves Santo. En verdad os digo que Sevilla, como la belleza, es esa mujer de la calle, malvestida, solitaria, que come garbanzos a destiempo; esa señora arrabalera y maldita que se alimenta a cucharadas mientras la tarde se debate entre la vida de las tiendas y la muerte anaranjada del Aljarafe.

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